
Breve historia del placer
Por Rodolfo Rabanal
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Posiblemente, una de las mayores supersticiones de esta época consista en creer que el mercado está más allá de todo fracaso y fuera del alcance de toda crítica o correctivo. La misma creencia atribuye a los especialistas del género la mágica capacidad de sostener la dirección de cualquier empresa, no importa de qué disciplina o rama se ocupe. Tanto es así que en las grandes editoriales los criterios de cantidad (vender siempre más libros) modificaron el perfil profesional del editor clásico hasta convertirlo en un ejecutivo del marketing, habitualmente ajeno a cuestiones literarias.
Este exceso -o esta ingenuidad- fue denunciado hace unos días en Buenos Aires por Thomas Messer, antiguo director del Museo Guggenheim, de Nueva York, cuando sugirió la conveniencia de dejar el marketing un poco de lado a la hora de elegir directores de museos. Messer considera necesario que los directores entiendan verdaderamente de arte y "se apasionen con lo que hacen". Un administrador es útil, pero verdaderamente fatal si sólo entiende de administración.
Imagino que muchos editores y no pocos funcionarios culturales habrán sentido que Messer se estaba dirigiendo a ellos directamente. Después de todo, esta tendencia, francamente abarcadora, se manifiesta en el trato de mercadería que reciben los objetos de arte y las obras del intelecto.
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Es interesante, por ejemplo, observar de qué modo se proponen la necesidad y la bondad de la lectura en una campaña oficial que empapeló Buenos Aires a fines del verano.
El texto, casi la paráfrasis de un viejo tango, prometía que "Leer es un placer genial...". Y uno se pregunta: ¿por qué genial, no es ya suficiente con que sea un placer? A pesar de las buenas intenciones del proyecto, resulta inocultable que fue concebido como se concibe una campaña cualquiera de publicidad: generar un estímulo para vender más y mejor un determinado producto. Sólo que un libro no es cualquier producto, y leer libros no es una actividad tan simple y frecuente como solíamos suponer.
Las nuevas generaciones perdieron en parte ese hábito debido en buena medida a que la generación anterior dejó a su vez de cultivarlo, mientras que para muchísimos otros jóvenes, muy pobres o excluidos, leer se ha vuelto sencillamente imposible porque carecen de la educación necesaria para hacerlo.
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La leyenda del anuncio oficial pretende hablar en confianza y en los términos más sencillos para la comprensión de sus destinatarios, pero se equivoca, porque el tono responde a una actitud concesiva y populista. No se apela a la lectura como si se tratara de un caramelo o una marca de cigarrillos.
Por otra parte, hay algo en el slogan que confunde el sentido y lesiona la sintaxis: decir de un placer que es genial equivale a proclamar que un dolor es doloroso, o que un color es colorido porque, efectivamente, en su segunda acepción -así enseña la Real Academia- el adjetivo "genial" significa algo placentero, algo que causa alegría y deleite, de modo que el placer -quién lo hubiera dicho- no tiene más remedio que ser genial.
En definitiva, no creo que se induzca con éxito a la conquista de un hábito como el de la lectura utilizando estrategias de apelación que le son ajenas y, menos aún, exhibiendo textos de dudosa probidad conceptual. Es un contrasentido, aunque el marketing lo ignore.






