
Buenos Aires, mucho para los porteños
Por Pepe Eliaschev Para LA NACION
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Lo primero y más evidente que revelan los febriles preparativos para la campaña electoral para elegir un nuevo jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires es la escandalosa indigencia de ideas y seriedad programática que el proceso exhibe.
El mandato de Jorge Telerman es en sí mismo una foto de la patética escualidez institucional argentina. Cuarto jefe de gobierno desde la reforma constitucional de 1994, es el segundo que llegó al cargo por default del titular.
Fernando de la Rúa, elegido en 1996, se fue en 1999 para asumir la presidencia de la Nación y fue relevado por su vice, Enrique Olivera. Aníbal Ibarra es el único de los cuatro que cubrió un mandato completo, pero, después de su reelección, el segundo período abortó por su destitución en juicio político y es el que concluye ahora Telerman.
En representación de la UCR, De la Rúa fue ganador en las primeras elecciones con autonomía, el 30 de junio de 1996, con el 39,89 por ciento de los votos, seguido por la fórmula del Frepaso (La Porta-Ibarra), con el 26,50 por ciento, la alianza PJ-Ucedé, encabezada por Jorge Domínguez, con 18,62 por ciento, y Gustavo Beliz, con el 13,10 por ciento.
Domínguez era hasta entonces intendente designado por Carlos Menem. Carlos Grosso (del 8 de julio de 1989 al 26 de octubre de 1992) y Saúl Bouer (hasta el 5 de septiembre de 1994) fueron los otros intendentes de Menem. Domínguez gobernó desde la salida de Bouer hasta la jura de De la Rúa, el 6 de agosto de 1996. El radical permaneció hasta el 9 de diciembre de 1999. Olivera cubrió el cargo hasta el 6 de agosto de 2000. Ibarra gobernó desde ese día hasta el 7 de marzo de 2006 y Telerman asumió el 13 de marzo de 2006.
Lo que revela la calle es elocuente. En el frente del palacio comunal, sobre Plaza de Mayo, una placa dividida en cinco paneles cuadrados de mármol negro, con letras talladas y pintadas en blanco, se detallan los intendentes municipales desde 1883 (Torcuato de Alvear) hasta 1996 (Domínguez). El quinto panel dice: "Jefes de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos. Aires". Arranca en 1996, con De la Rúa, y concluye con Olivera. Da su fecha de asunción, pero no aclara que su período ha concluido. No están inscriptos los dos períodos de Ibarra.
El diagnóstico es lapidario: la ciudad, como el país, tiene graves problemas con la noción y la práctica de la continuidad institucional que exige la democracia. En consecuencia, la estabilidad, permanencia y continuidad de mandatos, cargos y competencias siguen condicionadas por un tembladeral de decisiones e iniciativas oportunistas.
Los comicios de este año, aún sin fecha, porque también eso es variable de cálculos y conjeturas desaprensivos, son una posibilidad más de fundar los rudimentos de una cultura nueva, concepto que sólo puede edificarse sobre dos principios democráticos irrenunciables: 1) la gente tiene que poder votar ideas, programas, plataformas, planes, o sea, conceptos claros que requieren mandatarios que los apliquen; 2) los elegidos deben asumir sus cargos como un fin en sí mismo, no como peldaños de una carrera política todo terreno, en el curso de la cual dirigir la ciudad más importante del país es apenas una excusa para ir por el premio mayor.
De la Rúa, por ejemplo, sabía en 1996 que quería ser presidente de la Nación y que no terminaría su período de gobierno en la ciudad, pero igual se hizo elegir, para luego delegar el mandato en Olivera. Mauricio Macri, que durante años ha insistido en su aparentemente desbordante vocación de gestión en el ámbito porteño, coquetea con el sillón de la Casa Rosada, como si fuesen intercambiables.
En el sustrato, una evidencia penosa: si la propia sociedad civil tiene poco respeto y ningún afecto por los mecanismos institucionales, los dirigentes políticos se proponen a sí mismos como personalidades omniscientes y omnívoras, o -dicho en lenguaje más rústico- aptas para toda tarea. Denotan que gobernar esta descomunal urbe es algo a lo que es posible abocarse con displicencia y un poco de laboriosidad.
Nadie parece enamorado locamente del proyecto de dirigir la potente, sombría y eléctrica Buenos Aires como para renunciar a todo, excepto a esa misión. Entre los políticos, la ciudad parece no producir monogamia. Quieren, apenas, pasar alguna tarde feliz con ella, camino de las absurdamente llamadas "ligas mayores", expresión norteamericana desprovista de sentido en la Argentina.
La ciudad de Buenos Aires tiene un problema central, dominante y estratégicamente decisivo: su carencia de poder de policía revela una castración fundante. Autónoma a medias, funciona como protectorado de diferentes satrapías provinciales que llegan a la Casa Rosada. Ahí reside su gravísima capitis diminutio : se habla, se legisla, se anuncia, se analiza, pero la capacidad verdadera de efectivizar las palabras en hechos está retaceada, a veces de manera determinante, por su condición de territorio soberanamente devaluado.
Con 197.000 habitantes, Santa Cruz tiene policía propia, mientras que, con 2,8 millones, Buenos Aires no la tiene y debe conformarse con un melancólico cuerpo llamado Guardia Urbana, que provoca más pena que respeto.
Hay una base conceptual importante en la médula de este predicamento: concebida como caja y vidriera, a la ciudad no le sacan sus garras de encima las diferentes oligarquías políticas provinciales que desembarcan en la Plaza de Mayo. No sólo tiene castrada la función policial: la ciudad no puede siquiera resolver cambios de rutas y frecuencias de los colectivos que la atraviesan.
El ministro del Interior y el secretario de Transporte del gobierno nacional tienen mucho más poder que el jefe de gobierno de la ciudad. No es una casualidad: con la policía y los transportes bajo su ala, el poder federal se queda con el manejo de dos fenomenales fuentes de dinero, poder e influencia. En esto no hay cambios: la política del gobierno del Dr. Kirchner respecto de la relación de la Policía Federal con la ciudad de Buenos Aires es exactamente igual que la del gobierno del Dr. De la Rúa.
Clave de gran parte de los problemas proverbiales de Buenos Aires es la desaparición del principio de autoridad. Sometidos a espasmódicos "operativos" con que se pretende reemplazar la serena y permanente vigencia del Estado de Derecho, la ciudad es impotente e indolente para ejercer el mandato constitucional de hacer respetar las leyes.
Algo anda mal cuando cada vez que se necesita hacer cumplir el elemental respeto de los códigos de una sociedad el gobernante acude a medidas y gestos excepcionales, como si ejercer el poder fuera una rareza y no una serena rutina civil.
Conspira contra el ejercicio de esa potestad democrática la fortísima resaca de la crisis de fin de siglo. Muchos corazones siguen sangrando simbólicamente por lo que caracterizan como resultado de la exclusión social. Por eso, casi todas las normas pueden ser violadas, en atención a que hacerlas cumplir significa, supuestamente, atentar contra pobres y marginados.
Esta supuesta consagración del imperio de las garantías en realidad endurece y eterniza situaciones de esclavitud y explotación que las calles porteñas exhiben en todo momento. Niños mendigos explotados libremente y ruinas humanas instaladas en plazas y parques son hechos impunes por imperio de criterios que, en definitiva, santifican aberraciones inamovibles.
La expresión "orden legal" ha sido confiscada: para cierta sabiduría convencional sólo cabe, junto a ella, estampar la etiqueta de "represión". Por eso, los vendedores informales devenidos "artesanos" no pueden ser encuadrados en normas legales, y por esa misma razón un grupo de familiares de las víctimas de Cromagnon mantiene cerrada la calle Bartolomé Mitre a la altura de plaza Once, cien metros bloqueados no se entiende bien por qué ni para qué, en un acto clamorosamente ilegal.
El mismo argumento que pivotea sobre la necesidad de no "reprimir" preside una interminable serie de transgresiones ideológicamente convalidadas. Una de las más graves es que colectivos, taxis y micros escolares circulan y trabajan con antigüedad largamente vencida. El razonamiento es siempre el mismo: se trataría de modestos y pequeños emprendedores destrozados por la crisis. Así, cobra lo mismo un impecable taxi modelo 2006 con aire acondicionado que un ruinoso modelo 1992, sin aire y con el interior en condiciones nauseabundas. Lo mismo es un micro prolijo y silencioso, que una unidad ya obsoleta hace una década y que vomita veneno por su caño de escape.
Todo retorna siempre a lo mismo. Desprovista de una mirada estratégica, sin visión de largo alcance, "operada" habitualmente por astutos "armadores" absolutamente desinteresados en la teoría y práctica de los formidables desafíos urbanísticos, sin partidos, pero con "espacios", todo indica que Buenos Aires nos queda grande a los porteños.
Nuestro ámbito civil y cultural para procesar y resolver los fenomenales conflictos que ella suscita es de pequeñez vergonzosa. Esta ciudad requiere una visión y una acerada decisión política de hacer realidad una constitución democrática que en casi todo momento termina siendo apenas un paquete de buenas y vaporosas intenciones.




