La dura lucidez del comisario Maigret
A menudo, cuando paseo temprano por París, me doy cuenta de que la ciudad fue para mi padre todo menos un telón de fondo. Esta ciudad es un personaje por derecho propio. Es una París eterna, aquella con la que sueñan los extranjeros. A las 5 de la mañana, los olores, el agua que corre a las alcantarillas, las descargas en doble fila, esta vida de barrio, este buen humor matinal de los parisienses son los mismos de toda la vida. Existen siempre resonancias entre la París novelesca de Maigret y la de hoy". Así miraba la capital francesa, para Le Figaroscope, John Simenon, hijo y gestor del patrimonio de George Simenon, días antes de participar -junto a Patrice Leconte- de una charla en homenaje a su padre, cuando se cumplen 30 años de su muerte y 90 del nacimiento de su creación más famosa: el comisario Jules Maigret.
Más de un centenar de las historias concebidas por el escritor transcurren en París, y para celebrar el "año Simenon", a la publicación en diez volúmenes de Todo Maigret, que Ediciones Omnibus completará a fines de abril, se suman proyecciones, charlas y paseos por los lugares donde ocurren algunos de los momentos inolvidables de sus libros. A veces, realidad y ficción se confunden. Simenon conoció, en sus comienzos, la París de las privaciones, de los cuartos de alquiler en hoteles miserables, y luego, cuando su pluma le prodigó prosperidad, la metrópolis del brillo y el exceso. Ambos mundos le dio a su sagaz detective. Así, La Coupole y La Rotonde llenan las noches bohemias y suntuosas del escritor, mientras que el Hotel Aiglon permite imaginarlo en la soledad de una pieza pequeña, acompañado por su máquina de escribir y las criaturas que poblarán sus páginas.
La rue Vavin evoca el bullicio de La Boule Blanche, sitio elegido por Simenon para festejar los primeros éxitos de Maigret con un baile "temático": el salón fue decorado como una réplica de la oficina de la Policía Judicial donde trabajaba el comisario; a la entrada, falsos uniformados controlaban las invitaciones de los asistentes, confeccionadas como fichas policiales. Y el puente de Austerlitz o las orillas del canal Saint Martin, frecuentados por Maigret en sus investigaciones, confirman una certeza de Simenon: "El verdadero rostro de París se encuentra al borde del Sena".
Demasiado humano, como los crímenes que debe resolver, Maigret no se rige por la racionalidad deductiva de Sherlock Holmes ni cultiva la elegante discreción de monsieur Poirot. Pipa en mano, el comisario se hunde en el barro de casos tan sórdidos como lo permite a la literatura la moral de la época. Sus personajes están hechos de innumerables pliegues y matices, culpas y debilidades. Maigret se esfuerza por comprender y es capaz de observar el patético zoológico humano con agudeza y compasión. "Son siempre estos hombres honrados de triste mirada los que tienen mujeres enfermas a las que cuidar", cavila en "La barca de los ahorcados". O bien, en Una confidencia de Maigret: "Un ser obtuso es, por naturaleza, desconfiado, está siempre a la defensiva, responde con un mínimo de palabras, sin preocuparse de la verosimilitud y después, si lo ponen en contradicción consigo mismo, no se deja desconcertar y se atiene ferozmente a su declaración. Por el contrario, el hombre inteligente siente la necesidad de explicarse, de disipar las dudas que puedan existir en el espíritu de su interlocutor. Esforzándose en convencer, da demasiados detalles y, en su obstinación por construir un sistema coherente, acaba por exponerse a todo. Entonces, al ser pescada en falta su lógica, es raro que no se azore y que, avergonzado de sí mismo, no prefiera confesar". Lúcida y amarga explicación de por qué quienes ostentan pocas luces o pocos escrúpulos (o la combinación de ambos) tienen siempre peligrosas chances de salirse con la suya. Y ganar.