Coronavirus: ¡Me muero si me muero!
-Su diagnóstico es cáncer de páncreas.
-Qué alivio doctor, por un momento pensé que podía ser coronavirus.
La anécdota –ficticia– me sirve para lo que quiero argumentar. Cuando empezó todo esto nos dijeron que, si bien muy contagioso, este nuevo virus lo tramita el 80% de los pacientes con síntomas leves a moderados (o incluso sin ellos), el 15% con síntomas más agudos (y que por lo tanto requieren internación en un hospital) y el 5% con síntomas graves, que requieren además asistencia respiratoria. El famoso 80-15-5. También nos dijeron que la letalidad de la enfermedad era relativamente baja, en torno al 1%, aunque ese número se ha visto distorsionado en lugares con picos descontrolados (al principio, Italia y España, con números alrededor del 10%, pero luego otros países entre los que está la Argentina, alrededor del 5%), pero eso solo por la combinación de dos cosas: pocos (o insuficientes) testeos y una cantidad inestimable de pacientes asintomáticos. En otras palabras, que si la letalidad "daba" 10 o 5% ese número no reflejaba la realidad sino una gran subestimación de los contagiados. Por último, se nos dice que, de ese 1%, cerca del 80% de los que mueren tienen más de 70 años y, del otro 20% más joven, un porcentaje importante corresponde a pacientes con enfermedades preexistentes ("comorbilidades"), en su gran mayoría hombres.
Si todo eso que se nos dijo sigue teniendo vigencia (y aclaro que soy historiador, y todo lo que sé sobre el virus proviene del empacho de noticias periodísticas y de información obtenida en páginas diversas de internet, incluidas las de la OMS) la primera pregunta que me surge es ¿por qué diablos tenemos tan asociado en nuestra cabeza al Covid-19 con la muerte? Quiero decir, si tomamos a una persona promedio de nuestra sociedad –una señora de clase media, de 40 años, saludable, que vive de su trabajo– ¿cuáles son las chances que tiene esa persona, una vez contagiada, de morirse de coronavirus? ¿Y cuáles son esas chances, comparadas con cualquier otra de las posibles causas de muerte que la acechan cada mañana al levantarse? Mis estadísticas del principio contestarían la primer pregunta: poquísimas, casi despreciables.
La segunda pregunta me lleva de vuelta a Internet ("causas de muerte en Argentina"). Según una página oficial del Ministerio de Salud, en 2017 murieron en Argentina 97.220 personas por enfermedades cardiovasculares, 65.490 de cáncer, 64.870 por enfermedades respiratorias (gripe, neumonía) –cerca de 180 por día…–. La página de Luchemos por la Vida nos dice que en 2018 murieron 7274 personas por accidentes de tránsito (casi veinte por día). También hubo 5.400 homicidios y, en 2019, 44.000 casos de dengue.
¿Qué nos hace entonces asociar coronavirus con muerte? (ya que no las estadísticas y las pocas certezas que tenemos sobre el virus que, en verdad, indican casi lo contrario). Simple: el bombardeo de imágenes aterradoras de pacientes semiahogados en camillas de hospitales desbordados en Lombardía, de camiones frigoríficos que complementan las morgues en los estacionamientos de los hospitales de Nueva York, las retroexcavadoras cavando fosas comunes quilométricas en Manaos, los cadáveres abandonados en las calles de Guayaquil. Y además: el conteo diario, minuto a minuto, de contagiados y muertos, los relatos aterradores de los que han pasado por la enfermedad casi sin poder respirar y que "volvieron de la muerte" (que, siendo decididamente minoritarios, venden mejor en los noticieros que los cientos y miles que la padecieron con síntomas ligeros), las proyecciones amenazantes de lo que nos va a pasar si colapsa el sistema sanitario y de lo que ya les pasó a los países que no hicieron las cosas bien.
Todo eso nos ha llenado de terror. Estamos muertos de miedo. Y el miedo no razona, no escucha razones. Y es por ese motivo, por el miedo que tenemos –que no es chiste porque es miedo a la muerte– que estamos encerrados en nuestras casas y no queremos salir. Aceptémoslo: no estamos en casa solo porque somos obedientes y buenos ciudadanos. No nos quedamos encerrados y nos ponemos un barbijo para salir porque somos solidarios o "no queremos contagiar a otros". Tampoco porque nos obliga el gobierno y su corte de sanitaristas y epidemiólogos. Estamos encerrados porque estamos aterrados. Estamos en casa por miedo a morirnos. Y los que nos gobiernan, si bien nos felicitan por nuestra colaboración, nuestras virtudes cívicas y nuestra solidaridad, parecen conocer perfectamente las verdaderas razones del buen funcionamiento de las políticas que están aplicando para manejar la pandemia.
Nos maneja, entonces, la irracionalidad del miedo. No importa decir que, en noviembre pasado, cada mañana al salir de casa enfrentábamos un porcentaje medible de posibilidades de perder la vida. No importa que esas posibilidades de perder la vida eran porcentualmente más altas que las que hoy son al trasponer la puerta por la existencia del coronavirus. Por algún motivo (o por todos los que se dijeron antes) hoy –y no en noviembre pasado– pensamos que salir es poner en riesgo nuestra vida. Pregunto yo entonces, ¿"cuando todo esto pase", volveremos a salir? ¿O ahora que el coronavirus nos ha hecho pensar en esas otras posibilidades de muerte que estaban –y están– ahí, intactas, del otro lado de la puerta, cada mañana, nos seguiremos quedando en casa todo lo más que podamos? Si de miedo a la muerte se trata, habría que pensar bien si este aprendizaje sobre el encierro y sus virtudes no ha llegado para quedarse (en casa). Y de esa manera, tal vez no llegue nunca el momento de "cuando todo esto pase".
El miedo a la muerte es gutural, básico, inmanejable. Y nada lo alimenta mejor que esta situación apocalíptica que, de la mano del virus, hemos construido. En estos días se han usado mucho las comparaciones con otras pandemias del pasado, para cotejar cantidad de muertos, extensión geográfica, velocidad, impacto económico y otras variables. También para resaltar que nunca ha ocurrido una en un mundo tan comunicado de manera tan instantánea, que nos permite conocer al instante quién se contagia o muere por la epidemia en Ankara o Nueva Delhi. He visto menos, sin embargo, la referencia a un rasgo cultural que también distingue a esta pandemia de otras: el lugar que ocupa la muerte en el imaginario de nuestras sociedades, en particular de Occidente.
No voy a profundizar en algo que muy buenos historiadores han estudiado brillantemente: solo decir que la muerte como horror, como lo peor que nos puede pasar, como algo en lo que preferimos nunca pensar ni considerar, como algo que directamente negamos como parte de nuestras vidas, es algo distintivo de las sociedades occidentales contemporáneas, pero que de ninguna manera fue siempre así. El hombre, en las distintas etapas de la historia, tuvo relaciones mucho más cercanas y amigables con la muerte. Las razones de que hoy, en palabras de Philippe Ariès (El hombre ante la muerte) hayamos "expulsado a la muerte de nuestra sociedad" son conocidas: la posmodernidad, la crisis de las certidumbres, de las ideologías y sobre todo, de las creencias y las religiones, que nos han llevado a descartar el "más allá". Como resultado, no hay para el hombre de hoy cosa peor que morirse. Ninguna pandemia del pasado ha encontrado a la población tan aferrada a la vida. Y eso, combinado con las incansables transmisiones "en vivo y en directo" de las muertes que están ocurriendo en masa "allá afuera" a cada momento, conforma un cóctel perfecto para afirmarnos en nuestra autorreclusión.
Si no entiendo mal las estadísticas, esta pandemia no nos mata ni nos matará más que otras enfermedades. Pero sí nos ha confrontado con la muerte como nunca antes. Y nos ha hecho morir de miedo.
Historiador