Cosmopolitas versus nacionalistas, la nueva metáfora política
Mientras el clivaje izquierda/derecha pierde capacidad explicativa, nuevas divisiones cortan transversalmente y descolocan a los espacios ideológicos tradicionales
Tras su derrota en las elecciones francesas de este mes, la candidata del Frente Nacional Marine Le Pen insistió en el clivaje que, según ella, ordena la política francesa y europea: "mundialistas vs. patriotas". De un lado, la globalización "salvaje e inhumana" al servicio de las finanzas, mezclada con inconvenientes dosis de multiculturalismo, elevados niveles de migración y debilitamiento de las identidades nacionales; por el otro, un renovado soberanismo, fronteras "securitizadas" y prioridad de lo local. Ni izquierda ni derecha. Su contrincante, el social-liberal Emmanuel Macron, también buscó saltar del eje gauche-droite y se colocó en el mismo antagonismo que Le Pen pero con valores invertidos: Europa como horizonte vs. nacionalismo xenófobo; cosmopolitismo vs. repliegue comunitarista. Y no solo se trata de Francia. Para muchas ramas de la derecha alternativa de Estados Unidos, el combate es entre globalizadores y antiglobalizadores. Y sobre él se montó Donald Trump para llegar a la Casa Blanca.
De este modo, si tras la caída del Muro de Berlín se puso en cuestión la vigencia del binomio izquierda/derecha en virtud de la supuesta "muerte de las ideologías", ahora reemerge el tema pero sin ese optimismo post-histórico. Simplemente el eje izquierda/ derecha estaría mutando hacia el enfrentamiento entre populistas y liberales. ¿Esto es así?
"El eje mundialistas/nacionalistas, más que reemplazar al de izquierda/derecha, se superpone a éste. Como ya ocurrió en el pasado, hay varios ejes que se van superponiendo según el contexto local. En Italia, por ejemplo, más que el de mundialistas/nacionalistas, que de todos modos va ganando terreno, tiene aún más importancia el clivaje honestidad/deshonestidad. Y todas estas nuevas dicotomías pueden ser desplegadas desde la izquierda o desde la derecha, o, para ser más precisos, desde la división histórica entre igualdad y jerarquía", dice a la nacion Samuele Mazzolini, investigador de la Universidad de Essex.
"El clivaje izquierda/derecha sigue siendo útil, pero ya no tiene la capacidad explicativa que tenía en el siglo XX. La división entre cosmopolitismo y nacionalismo, o más genéricamente, entre diversidad e identidad, corta transversalmente a los campos ideológicos", apunta Aníbal Pérez-Liñán, profesor en la Universidad de Pittsburgh.
En efecto, Le Pen se topó con la pervivencia de esta división del campo político cuando buscó infructuosamente atraer el voto de izquierda de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon. Es cierto que en estos años ex votantes comunistas de barrios populares cambiaron su voto por Le Pen. Pero si bien Le Pen y Mélenchon critican la globalización de las finanzas, cada uno se inscribe en tradiciones políticas enfrentadas: los juicios político-morales frente a diferentes hechos históricos, los panteones de figuras que captan sus simpatías, los libros que leen y los símbolos que organizan su adhesión política impiden la confluencia. En síntesis: la Francia antiiluminista en un caso y la de la Revolución en el otro. Unos y otros se enfrentan al "sistema", pero el sistema no es el mismo.
Populismo de centro
Claramente, se trata de un concepto en disputa. Para las izquierdas tradicionales el sistema era el capitalismo; para Donald Trump es la élite de Washington, las universidades de la Ivy League y los grandes diarios; para los liberales recién llegados, pueden ser los viejos partidos y los Estados de bienestar corporativizados; para los populistas de izquierda, la casta política-empresarial y para los de extrema derecha, la Unión Europea asociada a las élites locales. Hoy, ser "antisistémico" vende. Por eso, Mazzolini cree, con un toque de ironía, que podríamos hablar también de un populismo de centro.
Se trata de figuras que emergen de la crisis de los sistemas políticos y son capaces de construir fronteras políticas entre lo viejo y lo nuevo, lo moderno y lo caduco, a partir de liderazgos personalizados y un particular discurso "antisistema". Son liberales no dogmáticos en lo económico y progresistas en las cuestiones societales. Han sabido construir un vocabulario que redefine -"moderniza"- las viejas palabras en una clave más "post-ideológica" con variadas dosis de capitalismo con estética Starbucks. Por ejemplo, Macron tituló su libro Révolution. Y está claro que no se refiere a la lucha de clases. Macron, Mateo Renzi en Italia, Justin Trudeau en Canadá, Albert Rivera en España: algunos en el gobierno, otros como líderes partidarios, constituyen "una especie de frente de los treintañeros y cuarentones guapos", bromea Mazzolini. Y en la Argentina el traje podría calzarle con más o menos holgura a algunos (sólo algunos) referentes de Pro. Con esta estrategia, Macron está armando un gobierno con girones de la centroizquierda, de la centroderecha y de figuras "ciudadanas".
"Desde hace quince años en América Latina hablamos de ?dos izquierdas', pero hoy deberíamos pensar más bien en ?dos derechas'. La brecha entre Angela Merkel y Marine Le Pen encierra una cierta paradoja: durante décadas pensamos que el neoliberalismo y la globalización eran los principales desafíos a un proyecto de izquierda, pero la izquierda cosmopolita parece descubrir en este siglo que el principal peligro es la derecha xenófoba, no la derecha neoliberal", completa Pérez-Liñán. Para el caso estadounidense, la feminista Nancy Fraser habla críticamente de un "neoliberalismo progresista". Este estaría articulado por "una alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un lado, y, por el otro, sectores de negocios de gama alta ?simbólica' y sectores de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood)".
Estos reordenamientos descolocan a las izquierdas y a las derechas tradicionales. La socialdemocracia europea está siendo víctima de estas reconfiguraciones de sentidos. Su idea de domesticar el capital mediante un pacto a escala nacional con el trabajo está erosionada por la globalización pero, al mismo tiempo, su domesticación a escala global resulta virtualmente imposible. Ya a comienzos de los años 90 el filósofo estadounidense Michael Walzer la llamó la izquierda "vieja", condenada a actuar de manera defensiva. "Más una fortaleza -sin duda asediada- que un movimiento". Las derechas conservadoras también se encuentran enfrentadas a nuevos problemas, pero tiene varios puntos de anclaje: desde los conservadores democráticos en Gran Bretaña hasta los conservadores autoritarios en Polonia o Hungría.
Los de arriba y los de abajo
En este marco, parte de las izquierdas apuestan al "populismo". En España fue Iñigo Errejón, hasta hace poco el número dos de Podemos, quien propuso correrse del eje izquierda-derecha para poder superar los corsés identitarios y conseguir una nueva mayoría. Para eso propuso un discurso contra la "casta", que, siguiendo a las experiencias latinoamericanas, dividiera el campo político entre los de arriba y los de abajo. Algo parecido hizo Mélenchon en la última elección francesa. Y, en cierto sentido, Bernie Sanders, quien recuperó cierto "populismo" en el sentido norteamericano, que construyó ya a fines del siglo XIX un antagonismo entre los débiles y los fuertes. Todos rompieron sus techos de cristal electorales aunque no pudieron ganar.
También algunas extremas derechas transitaron estos caminos. Marine Le Pen es más "populista" que su padre y fundador del partido, Jean-Marie Le Pen, y tras las últimas elecciones hay quienes promueven cambiarle el nombre al Frente Nacional para debilitar los vínculos con un pasado ultra poco conveniente. E incluso varios de los populistas de derecha incorporaron el respeto a las minorías sexuales y otras banderas tradicionalmente consideradas "de izquierda", aunque a menudo lo hacen pulsando la tecla de la "islamofobia". De hecho, varios dirigentes de las extremas derechas europeas son gays. Pero en cualquier caso, cuando se habla de populismos resulta necesario ponerle como apellido "de izquierda" o "de derecha".
Hace ya tiempo, Norberto Bobbio -un moderado que defendió la vigencia del clivaje izquierda/derecha como centroizquierda y centroderecha- escribió que "la única certidumbre de la izquierda es dudar de sí misma". Y Enzo Traverso, en su reciente libro Mélancolie de gauche [Melancolía de izquierda], apunta que "el marxismo funcionó durante mucho tiempo como vehículo de una memoria de clase y de las luchas emancipatorias. Para ello periodizó la modernidad como una sucesión de revoluciones: una línea recta unía 1789 con 1917, pasando por 1848 y la Comuna de París. Pero se trataba en verdad de una memoria teleológica, una memoria para el futuro". Esa transmisión se rompió en 1989 (y en parte antes). Allí la izquierda pasó a preferir el más ambiguo concepto de "progresismo". Pero el clivaje izquierda/derecha presenta otro problema: la derecha suele negar ser de derecha. El término "derecha" tiene en muchos países una carga axiológica negativa. Por eso, al eje le falta tan a menudo gente que se identifique con esa mitad del tablero. Y no pocas veces se usa "derecha" como un simple epíteto.
Al hablar de política, el eje izquierda/derecha parece tan insuficiente como necesario y tan real como imaginario. Puede tomar la forma de progresistas vs. conservadores frente a cuestiones como el aborto o el matrimonio igualitario, o de estatistas vs. privatistas frente a la propiedad pública; puede ser el complemento de otras categorías (nacionalistas, populistas, liberales); puede referir más o menos a identidades partidarias o a una más escurridiza química de las emociones o los sentimientos. Derechas o izquierdas pueden ser -como han sido siempre- democráticas o autoritarias. En palabras del historiador Horacio Tarcus, "hay una resistencia a desaparecer de una dicotomía que, en definitiva, se cruza con otras nuevas, armando, podríamos decir, un cuadro de doble entrada: globalización financiera ?por arriba' en la lógica del FMI/ globalización social ?por abajo' en la estela del Foro de Porto Alegre; comunitarismo fascistoide à la Le Pen / comunitarismo social de teóricos como Walzer, y así podemos seguir".
De este modo, esa casualidad histórica -cómo se sentaron los partidos en la Asamblea tras la Revolución Francesa- transformada en una metáfora ordenadora del mundo político sigue siendo un hueso duro de roer. Y cada tanto se toma alguna venganza.