Crucigramas, mucho más que un pasatiempo
Una de las actividades de los sábados a la tarde en el geriátrico (o, para usar el eufemismo, el hogar para la tercera edad) donde una de mis tías vivió sus últimos años era hacer crucigramas. Como muchos de los huéspedes no escuchaban bien, las referencias eran dichas con voz enérgica por la psicóloga de carácter jovial que los visitaba dos veces por semana. Ella también les indicaba cuántas letras tenían las palabras en cuestión. Algunas eran tan sencillas que muchas veces tuve que controlarme para no abrir la boca. Ya tendría oportunidad.
"Todo lo que tiene entidad, cuatro letras, vertical", "Lugar poblado de álamos, siete letras, horizontal", "Río de la Argentina que atraviesa el Litoral, seis letras, horizontal", decía la mujer. A medida que las palabras correctas eran dichas por los ancianos, la psicóloga completaba la grilla en una computadora portátil y la imagen del crucigrama se proyectaba en una de las paredes celestes de la sala. En nosotros, eso evocaba las imágenes de las revistas de crucigramas que mis primos habían rellenado durante los veranos, echados a la sombra de los árboles.
En esas revistas se publicaban crucigramas de varias temáticas: deportivos, geográficos, científicos y artísticos. Esta última designación incluía más nombres y apellidos de figuras del espectáculo que de la literatura y la pintura. Muchas veces, la referencia escrita era reemplazada por el retrato de un personaje popular, sonriente, que parecía susurrar su nombre de seis u ocho letras. Esos eran los primeros casilleros que se completaban.
Todavía hoy en los puestos de diarios, en especial en los de las terminales de ómnibus salpicadas en los trayectos de rutas y autopistas hacia el norte o el sur del país, se pueden ver colecciones enteras de revistas de crucigramas. La Real Academia Española no se equivoca cuando define el crucigrama como un pasatiempo. Si bien nadie (académico o no) se animaría a decir que el crucigrama es un género literario, la definición nos parece un poco mezquina.
Es verdad que el tiempo pasa mientras completamos con caligrafía acelerada los huecos del dibujo en la página, que tiene misteriosas zonas oscuras, en negro, donde al parecer el lenguaje todavía no pudo sentar bandera. Al mismo tiempo, mientras se cumple con ese propósito (¿qué otra cosa podríamos hacer si ya no tenemos ganas de leer ni de mirar por la ventanilla ni de manosear el celular?) y nuestro vocabulario nos sorprende a fuerza de memoria, la conciencia numérica acerca del lenguaje se vuelve paradójica. Algo tan vasto como el mar cuenta apenas con tres letras en idioma español. Y a ese ser todopoderoso y omnipresente se lo designa con una palabra de una sílaba.
En el geriátrico donde mi tía vivió sus últimos años, los crucigramas se completaban en grupo. Uno de los residentes podía arriesgar con rapidez sinónimos de la palabra en cuestión. Sin embargo, sobraban dos letras. A la que proponía otro, en cambio, le faltaba una. Por fin una señora, muy lectora, daba con el término correcto. Sonreía satisfecha, sin dejar de revolear los ojos en dirección a los demás. ¿Era un gesto de superioridad o de triunfo?
"Nadie de afuera sabe lo que es vivir en un geriátrico", nos dijo esa mujer en una de las últimas visitas a la residencia. Con vergüenza, como si recién nos diéramos cuenta de que para ellos el afuera entraba solo cuando llegaban las visitas, bajamos la mirada. Después de esa confidencia se dejó oír la voz de trueno de la psicóloga, que leía la siguiente referencia: "Indirecta, sugerencia hecha de manera velada, siete letras, vertical". Aunque acertar parecía difícil, iba a participar del juego antes de irme.