
Cuando el Estado destruye la moneda
Al emitir sin respaldo, punto de partida de la inflación, se roba a los ciudadanos el valor del billete que tienen en el bolsillo, se traiciona la confianza en las instituciones y se debilita la paz social

¿De qué estamos hablando? Todos los enjundiosos debates sobre desarrollo, desigualdad en los ingresos, transferencias macroeconómicas o fuga de capitales carecen de parámetros en una economía sin moneda. Porque la moneda es la medida de todos los hechos económicos y de todas las relaciones materiales en la sociedad. Y en este tiempo, cuando ya no transamos en oro o plata, la moneda es un contrato de papel, cuyo valor es sólo de buena fe, garantizado por el Estado que emite. La Argentina no tiene moneda, porque el Estado viola el contrato y destruye así no sólo las mediciones, sino también la convivencia y la paz social.
El intercambio de bienes y servicios entre las personas es una práctica cuyo origen se remonta a las primeras tradiciones asociativas de la humanidad. Y puede considerárselo el principio histórico de la economía. Implícito en este intercambio estaba el desafío de determinar en cada caso en qué proporción se intercambiarían los bienes y servicios. Estaba allí presente, por lo tanto, un cierto concepto abstracto de valor que se concretaba en la transacción. Ése fue el origen de la moneda. Y con el andar de la civilización se prefirieron como moneda los metales preciosos.
La globalización de la economía que protagonizaron españoles y portugueses en el curso del siglo XVI redefinió y agrandó la importancia del oro y la plata en la economía. La formidable red comercial construida por los portugueses desde Lisboa hasta Nagasaki cruzaba culturas y mercados tan distintos que sólo con moneda metálica de oro y plata se podía mantener funcionando el sistema. El oro y la plata fueron moneda no sólo por su valor propio, sino también en representación de todos los otros bienes y servicios producidos y que se podían pagar con ellos.
Para los portugueses, la cuestión monetaria se convirtió pronto en una restricción estratégica fundamental, agravada porque en sus muchos descubrimientos no tropezaron con nuevas fuentes de provisión de ambos metales. Los españoles, en cambio, dieron prontamente con las reservas y los yacimientos del Nuevo Mundo que pusieron en producción desarrollando e implantando técnicas mineralógicas de vanguardia. Esta asimetría entre ambos países está en la base de un hecho fundacional para la Argentina: la decisión de la burguesía portuguesa de legitimar la coronación de Felipe II de España como rey de Portugal a cambio del acceso a los metales sudamericanos. Ese acceso se haría especialmente por el novísimo puerto de Buenos Aires, que en sus primeros años de vida fue una población con mayoría de habitantes, negocios y lengua portuguesa. Y conservaría desde entonces su vocación cosmopolita.
La evolución de los mercados requirió el paso siguiente: la creación del papel moneda, un certificado que garantizaba la existencia de oro y plata en poder del emisor y que resultaba mucho más fácil y seguro de manipular. El papel moneda fue, por lo tanto, depositario de una segunda representación de la riqueza. De esta manera, ya no se requería la presencia del oro como delegado de los bienes y servicios, sino que se tenía un segundo delegado, quedando el oro como puente entre el papel moneda y los bienes producidos.
La Argentina vivió con un sistema de moneda metálica -bimetálica, en realidad, oro y plata- hasta la aparición del papel moneda en Buenos Aires, en 1822. En un primer tiempo ese papel moneda era de aceptación voluntaria y podía cambiarse por el metal prometido. Pero en 1826, y ante las dificultades de la guerra contra el Brasil -que fue más costosa que la Guerra de la Independencia-, se dispuso el "curso forzoso" de esa moneda delegada, de esos certificados que sólo quedaban respaldados por la fe que daba el emisor, por lo mismo llamada moneda fiduciaria.
Durante más de un siglo, todo el papel moneda emitido en nuestro país por los gobiernos provinciales y luego el gobierno nacional estuvo siempre referido de un modo o de otro a las tenencias de oro y plata de los emisores. La referencia era fluctuante y siempre motivo de conflicto, porque con la facilidad de imprimir "dinero" con ínfimo costo la fe pública era burlada con frecuencia. El gobierno de Juan Manuel de Rosas recibió la provincia de Buenos Aires con un circulante de 15.000.000 de pesos y la dejó empapelada con 119.000.000. De más está decir que esos pesos valían muy poco en referencia al oro y la plata. Es interesante observar que ese gobierno, poco cuidadoso de las instituciones y de vocación populista, fue el primer gran usador de la inflación como recurso de la política económica.
En un proceso paulatino pero irreversible, el mundo entero fue abandonando la referencia al oro o la plata como base de sus sistemas monetarios en la segunda mitad del siglo XX. Pero ese abandono significaba que la relación de representación "producción-oro-papel moneda" se estaba alterando de modo esencial. El oro desaparecía como puente confiable y sólo quedaban relacionados la producción con el papel moneda y todos sus derivados (que tanto crecieron en las últimas décadas). Los gobiernos más cuidadosos eligieron entonces que el Estado, que era quien venía a ocupar el lugar del oro, tuviera instituciones capaces de garantizar la confianza en la moneda. Entre ellas, los bancos centrales. Y de este modo el papel moneda pasó a ser un contrato entre el Estado y los particulares que están obligados a usarlo. Un contrato forzoso.
Los rastros de ese proceso están en la Argentina en la memoria de los mayores. Hasta hace algunos lustros, los billetes emitidos por nuestro Banco Central tenían la leyenda: "El Banco Central de la República Argentina pagará al portador y a la vista..". O sea que se trataba de un verdadero contrato, un pagaré. La promesa ha desaparecido de los billetes, pero éstos siguen siendo un contrato entre el Estado y los habitantes. Cada billete que tenemos en el bolsillo es un contrato portador de riqueza, de la porción de riqueza argentina equivalente al valor del billete.
De este modo, la moneda ha adquirido una jerarquía institucional que no tenía en tiempos de la convertibilidad en oro. Y así lo entienden los países desarrollados, que procuran mantener una relación de equidad muy cuidada entre la emisión monetaria y la riqueza colectiva de cada nación. Esa relación debe ser flexible, porque lo es la economía en su conjunto, pero no puede traicionar la fe puesta en el contrato forzoso que les impone a los habitantes. Es inaceptable que el Estado, que en el tema monetario ha ocupado el lugar de los metales preciosos, use esa delegación para falsificar el contrato.
Se puede comprender, además, cuán vasto es el influjo del papel moneda en la vida de la sociedad. Se trata del contrato más extendido, que recorre todo el espacio económico interior y exterior del país y que se traslada en el tiempo. Su deformación o su ruptura introduce un efecto anarquizante no sólo en la economía, sino en todas las relaciones entre las personas y las organizaciones sociales. Es así una institución depositaria de la seguridad, en primer grado, porque nos alcanza todos los días y en todas las actividades. Y aparece como una manifestación adelantada de la calidad del Estado. Se puede suponer que un Estado que no cuida su contrato más amplio y obligatorio probablemente sea incapaz de cumplir sus otras obligaciones con la sociedad.
El contrato monetario es la base de la economía. La moneda es la institución primera de la economía, pero es más que eso, porque su fragilización compromete el equilibrio y la paz social al introducir en la vida cotidiana una defraudación y un factor de inseguridad universal.
De más está decir que la calidad del contrato monetario entre el Estado y los particulares es la base de la equidad económica, porque si hay incertidumbre en el contrato todo lo que se puede acordar en los mercados es incierto. Y, por extensión, es la condición primera para trabajar por la justicia social.
La destrucción del contrato monetario por parte del Estado es una agresión brutal y cotidiana al conjunto de la sociedad y un corrosivo para la república. El Estado que emite sin respaldo de riqueza nacional roba a los ciudadanos todos los días achicando el valor real del billete -el contrato- que tiene en el bolsillo. Es el punto de partida de la inflación. Ese robo es el llamado impuesto inflacionario, el más fácil de cobrar, el invisible, que golpea a todos los habitantes cualquiera sea su condición patrimonial y de ingresos. Y el mejor sembrador de anomia.