Del piropo a la maldición
Verano de 1963. Victoria Ocampo me llevó a conocer la estancia de los Martínez de Hoz en Chapadmalal. Los dueños aparentemente no estaban, porque los cuidadores del campo, desde la tranquera de ingreso no recibían respuesta a los llamados por radio al casco. Me llamó la atención la humildad y vejez, no la antigüedad, de la tranquera. Esas modestas maderas no dejaban sospechar lo que veríamos unos minutos después. Como esos serviciales guardianes camperos conocían a Victoria, nos dejaron pasar. Visitamos la casa imponente cuyas fachadas e interiores estaban inspirados o eran réplicas de lo que los británicos llaman, con típico british understatement, country houses; en verdad, mansiones palladianas o castillos medievales, cuyo salón estaba presidido por el retrato que Boldini le había hecho a una señora de la familia, a fines del siglo XIX o principios del XX. Después visitamos el haras y el cementerio equino, donde estaban enterrados varios cracks del turf. Hicimos un alto al pasar por el sepulcro de la yegua Bienaimée (es muy posible que ese no sea el nombre, el tiempo borra mis recuerdos), tan famosa en su época como Miss Terrible, la zaina de Juan Pablo Bagó, a principios de la década de 2000, o la norteamericana Zenyatta, a fines de la misma década (debo esos últimos dos nombres a una excelente nota de Carlos Delfino, publicada en este diario el sábado pasado). Victoria miró el nombre escrito en la lápida, me lo señaló y, con una suave sonrisa y los ojos chispeantes, recordó. “El mejor piropo que me hicieron en mi vida fue el de un hombre bien puesto que pasó a mi lado por la calle y me dijo: ‘Hasta pronto, Bienaimée’. No podía haberme dicho nada que me gustara más”. Por otra parte, era un piropo muy nacional. “Yegua”, en el sentido de mujer atractiva, pertenece a la lengua de los argentinos.
Por si acaso alguien no lo supiere, Victoria fue feminista en la época en que eso era, de verdad, una audacia, casi una provocación. De todos modos, me causó gracia y me la hizo definitivamente querible que la halagara la comparación con la belleza de una yegua, por más famosa que ésta hubiera sido.
¿Qué hombre se animaría a decirle a una mujer en el siglo XXI: “Hasta pronto Miss Terrible”? Podría ser denunciado por la mujer piropeada e ir preso por violencia o abuso verbal. En cambio, no creo que un hombre al que una mujer le dijera “Chau, potro”, se sintiera ofendido.
El recuerdo neblinoso de esa visita a Chapadmalal me hizo pensar que “yegua” aplicado a una mujer no sólo quiere decir que es muy atractiva, también puede significar que es una pésima persona, cruel, malvada, vengativa. Como injuria, “yegua” se aplica con alguna frecuencia a las mujeres con poder, como las que están en altos cargos políticos o son empresarias exitosas, mezquinas y tiránicas, como la difunta Leona Hemsley, dueña de los hoteles Hemsley. “Yegua” era uno de los apodos insultantes que los antiperonistas le endilgaban a Eva Perón. Es curioso cómo la misma palabra puede endiosar o degradar a una mujer. La hermosa yegua se convierte en sentido despectivo en yegua-verdugo. No ocurre lo mismo con “potro” y “potra”, que tienen el significado de jóvenes atractivos, sin acepción de desprecio.
Hasta aquí todo tiene que ver con los derechos humanos femeninos. ¿Qué pasa con los derechos de los animales? El artículo 2 de la Declaración universal de los derechos de los animales dice: “Todo animal tiene derecho a ser respetado”. Si esto es así, las yeguas no deberían ser sometidas a comparaciones envilecedoras con mujeres a las que se considera ruines. Entre los equinos, sólo la hembra que ha superado la edad de potra, es decir, la yegua, puede ser equiparada despectivamente con una mujer vil, implacable y ganada por el demonio.




