
El autoritario régimen sindical
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La base jurídica de la relación laboral es el contrato de trabajo, regulado, en nuestro país, mediante una legislación que arranca del decreto 23.842/45, del gobierno de facto que precedió a la primera administración peronista, origen del sistema legal vigente de entidades gremiales; los sindicatos "más representativos" serían -en ese régimen- los únicos autorizados para suscribir convenios colectivos de trabajo, por sector de actividad económica, con las respectivas entidades empresariales, con exclusión de cualquier otro ámbito de negociación. A partir de ese momento desapareció la libertad sindical en la Argentina, pues las organizaciones de trabajadores que no contaran con personería gremial perderían su aptitud legal para representar los intereses de sus adherentes.
Mediante una recíproca concesión de atribuciones -poder político para los sindicatos legales, capacidad de intervenir en la vida gremial para el Gobierno- fue posible que, al poco tiempo, la organización laboral corporativa se integrara en el partido oficialista redefinida como la "columna vertebral del peronismo".
Lo singular es que ninguno de los gobiernos siguientes, civiles o militares, tratara de liberar el sistema, aun a pesar de la reforma constitucional de 1957, que estableció expresamente la libertad de asociación sindical. Por el contrario, el principio autoritario de aquel decreto -inspirado en la Carta del Lavoro con que Benito Mussolini organizó el sistema gremial como apéndice instrumental del poder político- fue perfeccionado con la instauración de aquella personería gremial para los sindicatos favorecidos, con el doble propósito de ganar la simpatía política de su dirigencia y fortalecer las facultades del Estado sobre las entidades gremiales.
Todo esto explica, con toda lógica, el vigor de la disputa que han suscitado los proyectos oficiales que prevén instituir los contratos de trabajo por empresa y les dan validez por encima de los contratos de ámbito más amplio; es decir, por grupo empresarial o por sector de actividad. Con esto, el poderío de la dirigencia gremial fuertemente centralizada tiende a diluirse; la renovación de un contrato de trabajo pierde las connotaciones políticas que tuvo en otros tiempos, y el peso político de los sindicatos, por ende, disminuye.
Cualesquiera sean las formas de esa polémica -que también incluye la desregulación de las obras sociales, otra fuente legal de injustificable poder sindical- es difícil hallar alguna voz representativa que niegue la necesidad de reformar una relación laboral que, al margen de su intención política original, resulta anacrónica y no condice con la actual realidad económica. Un notorio opositor a la propuesta del Gobierno, el presidente de la UCR, Rodolfo Terragno, sostuvo que hasta hace poco el país tenía una legislación laboral propia de una época de economía cerrada, de mercado cautivo, de relaciones corporativas, de sindicatos con poderes atrofiados, que obstaculizaba la competitividad en una economía abierta. Por añadidura, no pocas organizaciones sindicales han escapado por sí mismas a ese cinturón de hierro del sistema en debate, ante una realidad que les impide suscribir convenios laborales con el viejo molde.
La reforma laboral trata de superar los efectos económicos dañinos del actual régimen de contratos de trabajo, pero no parece afectar al aparato político que hizo posible la deformación del sistema. Consecuentemente, la flexibilización no llega a la causa profunda: una reforma que ponga a la actividad gremial en consonancia con la Constitución -artículo 14 bis-, la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Pacto de San José de Costa Rica, en los cuales la libertad de asociarse para formar sindicatos es uno de los derechos fundamentales del hombre. En la Argentina, a pesar de trece años de democracia, está todavía pendiente de reconocimiento.

