El diálogo mudo de nuestros sentidos con el mundo natural
Buscaba un buen modo de empezar esta nota cuando, del otro lado de la ventana, un palomo enorme se posó sobre la punta de una eugenia. Debía escribir sobre la naturaleza y de pronto, como si la hubiera llamado, la tenía al alcance la mano: mi escritorio, en un entrepiso, está justo frente al vidrio. Observé las patas del palomo aferradas a la rama, que se arqueaba bajo su peso, y la simetría de sus alas plegadas, cuyas puntas se encontraban en el nacimiento de las plumas de la cola. De la nada, llegó una paloma y se posó sobre una rama vecina. Deduje que era su pareja. El palomo, como un vigía, siguió rastrillando el panorama desde las alturas con movimientos espasmódicos de su cuello. Pensé que sus ojos, ubicados a ambos lados de su cabeza, apenas por encima de la línea del pico, obtenían una visión 360 del jardín.
En mi casa, me dije, ocurría lo mismo que en distintas ciudades del mundo: el vacío que produjo la cuarentena fue llenado por animales que vuelven a ocupar un espacio que alguna vez les perteneció. Ahora por las mañanas me despierta el chillido de las cotorras. Y desde mi mesa de trabajo, durante todo el día, veo sobre las medianeras un desfile incesante de gatos, muchos más que de costumbre, que parecen dispuestos a aprovechar la libertad de movimiento que les ofrece la provisoria retirada del hombre.
Pensaba en esto cuando el palomo torció el cuello en dirección a mi ventana y se mantuvo en esa posición. Tuve la sensación de que sus ojos pequeños y redondos se encontraban con mi mirada y se detenían en ella. Quizá su instinto le dijo que estaba siendo observado. Ignoro si me vio y me midió, como yo a él. Desde el otro lado del vidrio, esos ojos me devolvieron un reflejo fugaz, y me confrontaron con la imposibilidad de penetrar cualquier entendimiento que yaciera detrás de su refractaria superficie. De pronto, la hembra remontó vuelo. Enseguida, el palomo extendió las alas y salió detrás. Más allá de toda extrañeza, entendí que nos ligaba el movimiento, esa energía de origen desconocido que al palomo le permitía volar y a mí, casi en sincro, acercar la cara a la ventana para seguir su vuelo.
¿Somos parte de la naturaleza? ¿Qué relación entablamos con ella? En medio de una creciente virtualidad, ¿nos resulta cada vez más ajena? La pandemia puso el mundo natural en primer plano. Su impacto político, económico y social se lleva toda la atención, pero no habría que perder de vista que el coronavirus es, también, un llamado a revisar los problemas que plantean estas preguntas. A fin de cuentas, en ellas se cifran las claves que podrían determinar un colapso ecológico que acabe con la civilización o la posibilidad de revertir ese rumbo. Para muchos filósofos y científicos, el virus es una oportunidad de darnos, cuando todo parecía perdido, otra oportunidad. Acaso la última.
Ya olvidamos cómo empezó todo. El coronavirus llegó desde el mundo animal. El primer contagio se dio presumiblemente en un mercado dantesco de Wuhan, China, que reflejaba en su crueldad el desprecio del hombre por otros seres vivos y por la naturaleza. Lejos de ser fruto del azar, la peste es consecuencia del modo en que vivimos. "Estamos lidiando con organismos vivos que requieren de ciertas condiciones para prosperar y somos nosotros quienes le damos esas condiciones", afirma Frank Snowden, el mayor experto mundial en la historia de las epidemias. Habría que hacerse cargo. Así, además de una pesadilla de costos enormes, la pandemia puede resultar también la posibilidad de un cambio. El mundo era hasta hace poco un tren desbocado avanzando a toda velocidad al precipicio del desastre climático. Lo detuvo un virus que desafía nuestra soberbia y pone en evidencia nuestra condición vulnerable. La peste actual muestra como todo, incluido el reino animal, está ligado. Ese tren tiene que volver a rodar cuanto antes, pero no sobre los mismos rieles. A menos que decidamos ceder a una tendencia suicida.
Si consideramos al ser humano "fuera de la naturaleza", una actitud inteligente debería llevarnos a detener la explotación indiscriminada que hacemos de ella para evitar el calentamiento global y las consecuencias terminales que traerá, a esta altura solo negadas por líderes megalómanos enfermos de poder. Pero el científico canadiense Hubert Reeves, especialista en astrofísica nuclear, va más allá. Piensa al hombre "en la naturaleza" y, ante el callejón sin salida en el que se ha adentrado, lo llama a soltar la obsesión excluyente por el rendimiento y los resultados. Reeves concilia cultura y naturaleza en el orden de los valores: "Gracias al desarrollo del sentido moral entre los seres humanos, la naturaleza abre los ojos y se hace responsable". Así, llega a una definición maravillosa: "El hombre es la conciencia de la naturaleza".
Claro que para asumir semejante responsabilidad debemos remontar varios siglos de Modernidad, en los que decantó un racionalismo pragmático que, si bien trajo grandes progresos materiales, separó al observador (el hombre) de lo observado (el mundo) y condujo a la idea de dominio y explotación de la naturaleza. Esta visión mecanicista y desencantada de lo natural todavía gravita, a pesar de que desde principios del siglo XX los hallazgos de Einstein y los físicos cuánticos que lo sucedieron diluyeron la distancia entre sujeto y objeto, y le devolvieron al mundo natural la condición de organismo dinámico donde todo está relacionado. "La naturaleza es más como un artista que como un ingeniero. Por lo tanto, requiere una actitud artística para comprenderla", afirmó el reconocido físico teórico David Bohm.
La necesidad de control del hombre sobre la naturaleza y sus ciclos, la pretensión de erigirnos en dioses de lo creado, hoy se manifiesta en la lucha contra un fantasma que la pandemia nos fuerza a enfrentar: la muerte. En su libro La singularidad está cerca. Cuando los humanos trascendamos a biología (2005), Ray Kurzweil convierte la tecnología en una suerte de religión que les permitirá a los iniciados vivir eternamente desde el día en que logren "subir" la mente al ciberespacio, emancipándola del cuerpo y del tiempo. Los transhumanistas de Silicon Valley buscan escapar de la contingencia. Pero, ¿hasta qué punto esa pretensión no implica también la negación de la naturaleza y hasta de la condición humana? En el fondo, es de ella de lo que quieren escapar. La incapacidad de aceptar la muerte los lleva a buscar un tenebroso paraíso virtual concebido a la medida de su fe.
Esclavo de las pantallas, hoy el mundo está siendo modelado por estas mentes brillantes y controladoras que, abrazadas a la técnica, se proponen dejar el cuerpo atrás. No es raro entonces que la civilización avance hacia a una virtualidad que se extiende a casi todos los órdenes y que la cuarentena aceleró. Hoy la pura pantalla del trabajo remoto reduce todos nuestros sentidos a uno solo. Así, mata nuestra relación con el mundo. Arrancados de la naturaleza, de la que somos parte, quedamos atrapados en la superficie lisa de lo virtual. Allí todo lo concreto se vuelve abstracción, idea inasible, incluso el hermoso paisaje sin alma que me ofrece la pantalla cuando, cada mañana, enciendo mi computadora.
La vida mediatizada por la virtualidad no es vida, sino un pobre sucedáneo. Lo compruebo cuando apago la máquina y salgo al frío de la noche. Arriba, tras una atmósfera ahora más limpia, las estrellas resplandecen como en el campo. Cuanto más miro el cielo, más astros aparecen y más se desprenden de ese telón oscuro. Entonces comprendo una vez más que la vida insondable, aquella que se abre al misterio, nace del diálogo de nuestros sentidos con la naturaleza y sus elementos. En ese contacto establecemos una relación íntima con aquello que no conocemos ni podemos conocer del todo, pero contemplamos en su belleza. Con aquello que se abre pero al mismo tiempo se nos resiste y nos remite a la fuente de todo, cualquiera sea. Con eso que está más allá de los datos y las palabras, como los ojos de ese palomo que acaso me haya mirado antes de emprender el vuelo.