
El escándalo del Senado
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EL escándalo que envuelve hoy al Senado de la Nación -desatado por hechos de corrupción que a esta altura resultaría ya ingenuo poner en duda- debe llevar a una profunda reflexión sobre la hondura de la crisis moral que está padeciendo la sociedad argentina.
Que legisladores de la Nación, ungidos y consagrados por el pueblo para el ejercicio de una de las dignidades más altas de la democracia, hayan "vendido" su voto a quienes estaban interesados en asegurar o acelerar la sanción de una ley resulta una afrenta inaceptable a la República.
Que funcionarios delPoder Ejecutivo -o algún sector oficioso en su nombre- hayan "pagado" a senadores nacionales para lograr la aprobación de un proyecto de ley cuya sanción favorecería los intereses políticos del Gobierno es también un hecho bochornoso, que merece un contundente repudio. El comunicado del gabinete nacional en pleno dirigido a La Nación -y reproducido también por los restantes diarios- en el cual se rechazan las versiones sobre supuestos actos de cohecho, al chocar con lo que la opinión pública empieza a considerar como principios de evidencia, corre el riesgo de profundizar la confusión y el escepticismo de la sociedad y de alimentar la presunción de que existe un alto grado de hipocresía en sectores de la dirigencia política.
Más allá de los resultados a que arribe la Justicia, que hoy está investigando los pagos de coimas denunciados, la comunidad nacional está mortificada por la sospecha -cada vez más extendida- de que los hechos reprobables que se habrían registrado en la órbita del Congreso y de la Administración son parte de un sistema que ha funcionado con habitualidad durante más de diez años. Si eso fuera realmente así, el país estaría ante algo más grave aún que la comisión de uno o varios delitos: estaría ante una realidad que enturbia a todo el sistema institucional argentino.
El Senado atraviesa hoy una situación que presenta semejanzas con la que vivió el ConcejoDeliberante de la ciudad de Buenos Aires en los tramos finales de su vida institucional. Afectado en su credibilidad moral, mirado por la opinión pública con desconfianza, tendrá sin embargo que seguir funcionando hasta el 2001, el año en que por imperio de la reforma constitucional de 1994 cesará el mandato de todos sus miembros e ingresará en una nueva etapa, en la que sus integrantes -por primera vez en la historia- serán elegidos por el voto directo de la población. La opinión ciudadana confía en que esa renovación producirá el nacimiento de un nuevo Senado, que deje definitivamente atrás las sombras de un período deprimente de la vida nacional y se muestre como un cuerpo renovado íntegramente no sólo en su composición sino también -y fundamentalmente- en su estructura moral.
Es de esperar que también el Poder Ejecutivo se libere de prácticas ignominiosas que enturbiaron, a lo largo de los últimos diez años, su relación con los otros poderes del Estado. Y que nunca más la sanción de una ley de la Nación sea el producto de negociaciones espurias como las que hoy están saliendo a la luz.
Por lo demás, es indispensable defender la estabilidad de las instituciones republicanas y asegurar que nadie osará sacar partido de estos hechos desgraciados para conspirar contra el sistema democrático. El país tiene, lamentablemente, experiencias amargas en ese sentido. Que en la Argentina de hoy ningún sector se atreva a torcer la vigencia estricta del Estado de Derecho y que toda crisis institucional se resuelva mediante la aplicación rigurosa de la ley y sólo de la ley.

