El islam, el Gran Otro de Occidente
El director de LA NACION fue invitado a participar en la XXV edición del Mussem (Festival) Cultural Internacional de Assilah, Marruecos, que tuvo lugar este año del 3 al 21 de agosto. Participó en el Seminario Europa, América y el Islam, junto a numerosos representantes internacionales, y la siguiente es una síntesis de su exposición. El Mussem fue creado en 1978 con el objetivo de ser una plataforma para el ejercicio del derecho a las diferencias y a la democracia.
El islam como el Otro milenario de Occidente representa el polo cultural que refleja las diferencias que hacen que las culturas sean específicas.
Es un referente universal en el que convergen las diversas identidades culturales. Sobre ese fondo de otredad se define la singularidad de las culturas que se han organizado como sociedades en el mundo.
Lugar de una diferencia reveladora, el islam es la cultura en cuya interioridad espiritual piensan los pueblos sus diferencias, como en el más profundo nivel de su propia meditación: sólo podemos reconocernos y aceptarnos en aquello que, al revelar nuestras diferencias, nos permite asumir en nuestra identidad nuestras semejanzas. Allí converge la vida interior de todas las cosas, allí encuentra, paradójicamente, su yo la pluralidad de los mundos infinitos del espíritu.
¿Es que en lo más profundo del espíritu humano las diferencias se encuentran, como secretos de un anónimo tercero subyacente en el que todo converge armónicamente, en lugar de seguir el camino divergente de la falta de armonía y el odio?
Ese encuentro en la paz del contrapunto genera la armonía que hace posible la música. ¿Por qué no nos dejamos llevar por su ritmo convocante, en lugar de seguir el curso divergente y siniestramente seductor de las prerrogativas que se atribuye el intento mortal del poder absoluto?
Lugar de reencuentro en el Otro de nuestras culturas, el islam medita por nosotros y, al profundizar en el interior del mundo, se aproxima espiritualmente y converge con el espíritu cristiano según lo expresa San Agustín: noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas (no vayas afuera, permanece en ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad).
Esto nos lleva a reconocer que es necesario renunciar a las falsas divisiones del mundo, cuya arbitrariedad abstracta responde en verdad a la lucha entre poderes reales.
Por eso, no consideramos adecuado el argumento de Huntington respecto del choque de civilizaciones cuando comprobamos que éstas tienen puntos de convergencia profundos, bajo las mismas diferencias que las singularizan. Pero para ello es preciso guiarse por las coincidencias de fondo que logran las culturas y que trazan un mapa que no coincide con las pretensiones de dominio ni se sujeta a los conflictos de intereses económicos.
Así lo vemos desde América, donde el verdadero crecimiento económico depende del desarrollo de la cultura y de la apertura que ésta promueve al fortalecer el capital social por medio de los valores éticos de la justicia, la equidad, la participación y la libertad.
Es evidente que la prosperidad va ligada a la unión regional de las naciones, para superar las confrontaciones de intereses sectoriales.
Por otra parte, si consideramos a Europa, vemos hoy el avance de la Unión Europea, que ha llegado a preparar su propia constitución política, ya no limitada al plano económico. Desde ambos puntos de vista, es la convergencia de las culturas, como decíamos al principio, lo que más importa.
Por último, si importa a toda cultura el valor de los derechos del hombre, con mayor razón es urgente llegar al acuerdo de los pueblos en el ámbito de la ley, no bajo el imperio del poder ni de la fuerza.
Cultura de la vida
¿Qué representa hoy el islam, tanto para América como para Europa?
"Combatid por la causa de Dios a quienes os combaten, pero no seáis vosotros los agresores, pues Dios no ama a los agresores", dice el Corán (capítulo 2, versículo 169). Esto significa el compromiso de cada uno de nosotros con su otro, es decir, un alegato a favor de la vida y la coexistencia, no de la muerte y la disociación.
Es preciso, entonces, recuperar esta cultura de la vida en beneficio de la humanidad, para no dejarnos arrastrar por la devastadora cultura de la muerte.
Las culturas no se crean artificialmente. Por eso tampoco es posible forzar las condiciones de su desarrollo sin tomar en cuenta su propia historia. Así lo comprendió, en su momento, Gandhi. Así lo comprobamos hoy en América como en Europa, respecto del mundo árabe.
Por ello hemos dicho que el islam es el testigo transhistórico de nuestro papel en la historia: seremos responsables de pretender fijar en el mundo el monopolio de un único modelo de cultura y desarrollo, al margen de la historia, o respetaremos la diversidad y singularidad en que ésta consiste. En el último caso, se tratará de contribuir a que la historia cumpla por el camino menos penoso su propio destino.
No incurramos en el cruel error que Jorge Luis Borges atribuía, con profundo humor, a los historiadores: el de intentar excluir de la historia el azar, que es como decir aquello que inevitablemente resulta inesperado.
La democracia es el poder de la pluralidad bajo el dominio de la ley que iguala a todos sin desmerecer sus diferencias. Hagamos de ese pluralismo la aspiración de una humanidad que se reconcilia siempre con su Otro. Creo que es la única forma posible del poder creador de la paz.
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