El juicio por el asesinato de Báez Sosa, un crimen argentino
Desenganchada de la política, la sociedad argentina fue capturada por un crimen. Los escalofriantes episodios que desembocaron en el asesinato de Fernando Báez Sosa, ventilados en un juicio celebrado tres años después de aquella endiablada noche en la que una patota terminó con su vida, acaparan toda la atención en el prime time de la televisión y el contenido de las redes.
¿Por qué este crimen caló tan hondo en el corazón de una sociedad anhelante de justicia? ¿Qué diferencia hay entre este asesinato y tantos otros?
Patotas que matan hay, hubo y probablemente habrá siempre. Sin ir más lejos, esta semana una de ellas asesinó a un chico de 16 años en Jesús María, mientras el principal sospechoso, un adolescente de 15, había anunciado vía twitter que iría al tradicional festival de folklore y doma a “arruinar caritas”. Un mínimo trabajo de inteligencia, como sucede en cualquier país normal, lo habría detectado si no fuera porque nuestros espías vernáculos parecen demasiado ocupados en hackear teléfonos de opositores y periodistas.
El crimen de Fernando resuena, en el inconsciente colectivo, como el mito de David y Goliat invertido: a diferencia del relato bíblico, en Villa Gesell murió el que tenía todas las de perder. Ocho violentos contra un indefenso.
Fernando era un pibe humilde, que estudiaba Derecho y soñaba ser como Fernando Burlando. El mismo abogado estrella que, tres veranos más tarde, terminaría asumiendo la defensa gratuita de sus padres. Así de misteriosos son los hilos que teje la vida, a veces.
Ocho violentos, que resumen el lado más oscuro de lo argento: impunidad, prepotencia, falta de arrepentimiento (ni ellos, ni sus padres pidieron jamás perdón), ausencia de límites. El mantra maradoniano de “la tenés adentro” llevado al extremo. Ausencia completa de empatía. Lejos de hacerse cargo, la urgencia por borrar las huellas de un delito. Pacto de silencio. “Chicos, no se cuenta nada de esto a nadie”, advertía uno de ellos en el chat que compartían, después de celebrar el asesinato, como si hubieran ganado un partido de rugby.
Las cámaras de los smartphones tomaron a Ciro Pertossi limpiando las manchas de sangre de sus dedos, con su propia saliva. Machismo tóxico, como lo sugiere el nombre de uno de sus grupos de whatsapp “No seas tan trolo”. Racismo explícito: la arenga que los inspiraba a rematar a un “negro de mierda”, cuando Fernando ya no podía levantarse. Padres que no pudieron contener, instituciones que no pudieron prever. Una justicia lenta. Rasgos, todos, de la Argentina fallida.
El último domingo La Nación recorrió Zárate, la ciudad donde crecieron y se educaron los atacantes, y no encontró a ningún vecino sorprendido con este asesinato anunciado. Una maestra de dos de los rugbiers reveló el historial escolar conflictivo del grupo, que todos los fines de semana buscaba a alguna víctima para lastimar, a la salida de un boliche o en la costanera del pueblo. “Era obvio que algo de esto iba a suceder”, deducía la docente.
Un año antes del crimen, Lucas Pertossi escribía en twitter: “3 noches seguidas a las piñas, si no hubo piñas no pudo haber sido alta noche”. ¿A nadie le llamó la atención? ¿No es ésta una secuencia de imprevisión, demasiado parecida a otras tragedias cantadas de la Argentina?
En un tuit, el inefable Luis D’Elía amagó con atar el ataque mortal contra Fernando con el relato K: “Los rugbiers cuando lo pateaban en el piso y descargaban su odio de raza y de clase, hasta asesinarlo, expresaban viejos sentimientos brutales de las élites dominantes que anidaron en el sector gorila de la clase media. Con los mismos sentimientos asesinaron a 30.000″.
Y, sin embargo, la realidad siempre está allí, acechando: una rápida exploración de los hechos ubica, por caso, a la mamá de Máximo Thomsen, uno de los más violentos y racistas, como funcionaria del intendente cristinista Osvaldo Cáffaro en el momento del crimen.
Pero el relato K no solo está perdiendo sofisticación sino también coherencia. El periodista de C5N, Raúl Kollman, al revés que D’Elía, ensaya zaffaronianismo con los acusados. “También me cuesta entender a los que piden para los rugbiers la misma pena que para Videla o Pablo Escobar: ¿no perciben que les puede pasar a sus hijos? Se pelean dentro del boliche, quedan calientes, salen a pegar una paliza, como todos los findes, y esta vez matan”.
El lado más luminoso de nuestra argentinidad, ese que inspiró a nuestros abuelos inmigrantes, está representado por los papás de Fernando. Inmigrantes paraguayos, criaron a un único hijo con el anhelo de verlo convertido en abogado. La ambición sana de “mi hijo, el doctor”. Estaban a punto de lograrlo cuando, en apenas 50 segundos, ese sueño que los había traído a la Argentina devino infierno.