El malestar en la democracia. Una peligrosa tendencia global
Crisis. Lejos de las predicciones de Francis Fukuyama, que en los años 90 auguraba una llegada irreversible de una democracia mundial, el nuevo siglo pone en escena liderazgos que parecían parte del pasado y abren interrogantes sobre el futuro de ese sistema político

¿Hay un malestar en la democracia? ¿Asistimos a un nuevo auge de tiranías, autoritarismos o totalitarismos? Sobre estas preguntas giran hoy algunos de los debates contemporáneos más acalorados con la mirada puesta en una supuesta crisis de la república norteamericana, en un contexto de reelección de Vladimir Putin en Rusia, de concentración de poder de Xi Jinping en China, con una Europa desgarrada y una América Latina que viene eyectando presidentes por distintas vías y que no sabe cómo contener -o ayudar- a Venezuela.
Como mínimo podemos decir que la democracia liberal y cosmopolita no parece estar atravesando su mejor momento. El triunfo de Donald Trump, el surgimiento de partidos antisistema en Europa, la consolidación de gobiernos xenófobos en países como Hungría, Polonia y demás son prueba viviente de este mal momento. Y para comenzar a responder la pregunta por la situación de las democracias contemporáneas y su posibilidad de hundimiento basta con revisar en la historia. Occidente, desde la antigüedad, ha sido testigo en más de una oportunidad de sucesivas transformaciones y caídas de democracias y repúblicas. Y también en tiempos más recientes. El caso más obvio y cercano sería la Argentina, que asistió a ascensos y caídas, democracias y dictaduras. La historia no es una sucesión de mejoras continuas y el progreso no es automático. Hay ciclos de auge y decadencia tanto de los líderes como de los regímenes y de los países. Es un devenir más cíclico que lineal. Por ello es que la democracia es una flor frágil que hay que cuidar con esmero.
Este escenario que nos rodea no es precisamente lo que tenían en mente aquellos que festejaron -o lloraron- sobre los escombros del muro de Berlín en 1989. En ese tiempo saltó a la fama mundial el politólogo Francis Fukuyama con un paper, luego convertido en un libro éxito de ventas, que pregonaba un denominado "fin de la historia". Pero ¿en qué consistía este fin de la historia de Fukuyama?
Decía Fukuyama que con la caída del comunismo se asistía al "punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano". Era una cuestión de tiempo para que todo el globo adquiriera la forma de gobierno liberal democrático bajo una economía capitalista.
Y si bien, a favor de Fukuyama, es cierto que nadie parece todavía hoy tener una propuesta superadora al capitalismo (ni siquiera cuando el poder es alcanzado por alternativas de izquierda), lo cierto es que la democracia liberal como régimen político no parece haberse expandido irreversiblemente como él y muchos imaginaron.
Y así pasamos de Fukuyama a Fukushima atravesados por el terrorismo del 11 de septiembre de 2001. Del supuesto fin de los conflictos políticos, y la pax americana de la posGuerra Fría, a los desastres ecológicos y la llamada primavera árabe. Muy lejos de un tiempo pacifico, aburrido y nostálgico como el que imaginó Fukuyama. Más bien tiempos interesantes, como dice la maldición china.
La caída
Sobre estas experiencias históricas y con la mirada puesta en el presente es que arribaron multitud de nuevos libros sobre estas temáticas. Una de las últimas obras aparecidas sobre este punto es How Democracies Die ("Cómo mueren las democracias"), de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. En este libro los autores sostienen que, contrariamente a lo que muchos creen, la democracia norteamericana no es una excepción y que no está inmunizada contra un quiebre democrático. Dicen los autores: "Cuando la democracia norteamericana funcionó fue porque esta se recostó en dos normas que usualmente damos por sentadas: tolerancia mutua e indulgencia institucional. Tratar a los rivales como contendientes legítimos por el poder y la subutilización de las prerrogativas propias en el espíritu del juego limpio son reglas no escritas en la Constitución". De la década de 1980 hasta 2005 el número de democracias en el mundo estuvo en aumento y es posible, dicen los autores, que estemos viviendo una "recesión democrática" en la que el triunfo de Donald Trump constituye un verdadero desafío no solo para Estados Unidos sino para la democracia global.
Otro libro que comparte el espíritu de época, y que ya cuenta con traducción al castellano es Sobre la tiranía, de Timothy Snyder (que no hay que confundir con el clásico del mismo título de Leo Strauss). En él el autor busca sacar veinte lecciones del siglo XX en la búsqueda de evitar la caída en la tiranía. Entre esas veinte enseñanzas, Snyder sostiene la importancia de no obedecer por adelantado, defender las instituciones, defender la verdad, el lenguaje y la vida privada, entre otras. Además, muy en línea con los debates tan en boga sobre la posverdad y en el marco del intento de desacreditar la investigación científica en Estados Unidos, donde se debate la importancia de "implementar políticas públicas basadas en hechos", Snyder remarca que "abandonar los hechos es abandonar la libertad. Si nada es verdad entonces no se puede criticar al poder. Si nada es verdad todo es espectáculo".
Pero sería un error suponer que este momento crítico que viven los Estados Unidos en particular u Occidente en general se deba al triunfo de Donald Trump. Es un proceso lento y gradual que ha sido señalado, para el caso de Estados Unidos sobre todo, por muchos antes de la salida reciente de estos libros. Bruce Ackerman, en obras como The Decline and Fall of the American Republic, ("La decadencia y caída de la república americana"), por ejemplo, viene advirtiendo hace años los riesgos de no tomar nota de la crisis en curso que atraviesa a la política estadounidense.
En este libro, el autor sostiene que hubo tres grandes crisis que erosionaron fuertemente la república norteamericana: el caso Watergate, el escándalo Irán-Contra y la "guerra contra el terror". Fuerte crítico en presente de la denominada "guerra contra el terrorismo", Ackerman escribe en tiempos de Obama sobre los peligros de la politización del ejército y del presidencialismo extremo. Y también dice: "Internet debilita el poder de las elites tradicionales. Anima a carismáticos outsiders a competir con políticos exitosos y experimentados". Leyendo libros como los de Bruce Ackerman es posible encontrar una explicación más compleja en la que Trump no sería tanto una causa de este momento que estamos experimentando sino más bien una consecuencia.
Uno de los tantos efectos de la modernización de la política, la cultura y la sociedad occidental de las últimas décadas, consistió en el crepúsculo de un tipo de liderazgos que podríamos denominar como de "machos alfa". Una consagración de liderazgos sensibles y/o femeninos, incluso más diversos en algunos casos, en los centros de poder occidentales. Pasamos de Richard Nixon, que se negó a que lo maquillaran al ir a la TV a debatir con John F. Kennedy, a líderes que se emocionan en cámara y cuentan vivencias personales casi íntimas. "A los hombres nos conducen los sentimientos y no las ideas" decía Fernando Pessoa hace casi un siglo. Por eso si bien los sentimientos no son nuevos en política lo que cambian son los sentimientos que nos conectan con los líderes en cada tiempo y lugar.
Y, sin embargo, ahí están líderes como Xi Jinping, Vladimir Putin y Donald Trump, que parecen ser representativos, de distinto modo, de este tipo de liderazgo que muchos analistas consideraban como parte del pasado. Hombres fuertes y poderosos. Trump y su misoginia machista. Putin y sus artes marciales y su pasión por las armas y la caza. Xi, con su culto a la personalidad sin igual en las últimas décadas en su país.
Poder e incertidumbre
Otro elemento fundamental a considerar es aquel señalado por Moisés Naím en El fin del poder. En este libro que busca explicar por qué las empresas se hunden, los militares son derrotados, los papas renuncian y los gobiernos son impotentes, el autor tiene una explicación. El poder está "degradado": ya no es lo que era. Hay a su vez, en un contexto mundial de caída de la pobreza histórica, siguiendo aquí a Samuel Huntington, un aumento de las expectativas y las demandas que crecen a mayor velocidad que las que los gobiernos pueden satisfacer. Dice Naím: "Los poderosos tienen cada vez más limitaciones para ejercer el poder que sin duda poseen. El poder se está volviendo cada vez más débil y, por tanto, más efímero".
Aunque suene paradójico es justamente la degradación del poder lo que puede terminar generando violencia y autoritarismo. Las crisis económicas, las demandas insatisfechas, sumadas al miedo al desamparo y la volatilidad del poder son un caldo de cultivo ideal para el surgimiento de nuevos autoritarismos que ponen en crisis al régimen democrático.
En muchas circunstancias, frente a la imposibilidad de lidiar con la incertidumbre de la vida social propia de la democracia, se genera una mayor demanda de certezas. Por eso, muchas veces el autoritarismo y la violencia son producto de una nostalgia de lo absoluto, que viene a calmar el miedo a la incertidumbre propia de la democracia. La democracia, como dice Claude Lefort, es ese régimen en que se disuelven los referentes últimos de certeza. Vivir en democracia implica, por sobre todo, aprender a convivir con eso.