El ocaso de los matices
La polarización sacude el tablero político. El centro del espectro ideológico se está transformando en una arena movediza. Los extremos ganan volumen y arrastran el debate público a los bordes del sistema. Tanto a nivel local como internacional, la falacia ad hominem reemplaza al argumento, la simplificación solapa a la rigurosidad y los relatos aplastan a los datos.
La campaña estadounidense del año pasado fue un ejemplo contundente de antagonismo de alto voltaje. Al sur del Río Bravo podemos observar los casos de Ecuador, Bolivia, México, Nicaragua, Colombia, Brasil y la Argentina, que lejos está de ser una excepción. Un tema cardinal para el desarrollo del país como la educación se ha convertido en un cráter que separa a la sociedad en dos cosmovisiones –aparentemente– irreconciliables.
Hay dos avenidas para ingresar al tema. La primera es socio-tecnológica: poner el lente sobre la ciudadanía y las redes sociales. En la ciberdemocracia, para optimizar el tiempo y el esfuerzo, el algoritmo agrupa –según nuestras preferencias, búsquedas, localización y otras métricas– a las personas en “barrios digitales”. Así nos relacionamos diariamente con personas que piensan, consumen o sienten parecido a nosotros. La discrepancia es una rara avis. Como dice el investigador Ernesto Calvo, en las redes sociales “todos somos mayoría”.
Tomando como base al psicólogo estadounidense Irving Janis, los investigadores Steven Sloman y Philip Fernbach, en su libro “The knowledge ilusion”, acuñaron el concepto “mentalidad de rebaño”. ¿A qué se refieren? A que cuando vamos a una cena con amigos que, por ejemplo, tienen la misma perspectiva sobre la presencialidad en las escuelas, se consolidan nuestros prejuicios contra los que defienden una posición distinta. Al finalizar el encuentro, luego de escuchar razonamientos similares durante tres horas, nuestra postura se torna más rocosa; difícil de mover o penetrar.
Ahora bien, el problema en el capitalismo cognitivo es que esa “cena” se da cada vez que nos conectamos. Y, según el último informe del sitio We are social, los argentinos somos el quinto país del mundo en navegación. En 2020 estuvimos enchufados más de nueve horas por día. Durante ese extenso lapso de tiempo en nuestras burbujas digitales, accedimos principalmente a contenidos que reforzaron nuestro imaginario, en vez de cuestionarlo. El algoritmo nos facilita las búsquedas, pero también nos atrofia el músculo deliberativo.
A esta ecuación hay que sumarle la variable politológica: la narrativa cortante de gran parte de los líderes actuales. Propuestas binarias, emocionales y electoralistas que rompen los conductos entre los distintos partidos políticos y, en vez de pinchar las burbujas digitales, las inflan. ¿Cómo? Deshumanizando a los opositores (“gorilas”, “ratas”, “parásitos”), agraviándolos (“imbéciles profundos”, “escuálidos”, “barrabravas”), instalando fake news o promoviendo el escrache.
Así, las figuras divergentes, que acumulan poder mediante la polémica y la negatividad, desplazan a los actores convergentes, que intentan crecer a través del sentido común y del consenso. En el medio, se pierden los equilibrios, los procedimientos y las reglas de la democracia representativa liberal. Las fuerzas políticas mutan en tribus; los adversarios, en enemigos. Y ahí vale todo. La disputa deja de ser relativa para convertirse en absoluta: “hay que eliminar –simbólica o físicamente– al otro”.
La judicialización de la política es una consecuencia de la polarización. Al extinguirse las zonas comunes entre los distintos actores, emerge un tercer jugador para resolver los enfrentamientos. Algunos dirían que de eso se trata la dinámica republicana. El problema es que este arbitraje no es una excepción, es un patrón de estas democracias inflamables. Muchas políticas públicas se dirimen en los tribunales. Pasamos del arte de la negociación a las operaciones judiciales.
Y cuando ya no se confía en la independencia del Poder Judicial, emergen los grupos de poder. Cada bando tiene sus jueces, empresarios, intelectuales, sindicalistas, periodistas y políticos. Es una lucha sin cuartel. Vale todo: escupitajos a comunicadores, golpes, carpetazos, amenazas, etc. En el camino, se pierde hasta la noción de nación, una identidad compartida que, supuestamente, debería servir como adhesivo social.
Los grandes países son grandes acuerdos. En alguna página de su historia, las elites –empresariales, sindicales, políticas, etc.– se sentaron, dibujaron un horizonte en común y lo respetaron. Una autopista en la que se puede ir por el carril izquierdo o por el derecho, pero el destino es el mismo. Ahí está el espejo astillado de Venezuela para recordarnos que es imposible subirse al tren del progreso con una verdad granítica, ninguna libertad garantizada y más de cinco millones de exiliados. La democracia es conflicto, pero también encuentro. Sin algunos de los dos, el debate público se atasca. Y la perdedora siempre es la misma: la ciudadanía.
Profesor, investigador y Director del Posgrado en comunicación política e institucional de la UCA