El riesgo país y la mirada del otro
El descubrimiento que el yo hace del otro constituía una cuestión clave para Tzvetan Todorov. Analizó este fenómeno en relación con la proeza de Cristóbal Colón: descubrir América, adentrándose en lo desconocido hasta conquistarlo. Para este filósofo el problema del otro es inmenso, se desdobla en múltiples facetas y dimensiones que basculan entre el reconocimiento y la extrañeza: el otro puede ser un igual con el que compartimos costumbres y valores o un extranjero del que todo nos separa, al que rechazamos por ajeno y amenazante.
La cuestión del otro es, en rigor, la expresión de un fenómeno más amplio: la comunicación entre los individuos, cuyo registro se extiende del amor al odio y del altruismo a la egolatría. La conclusión de Todorov a propósito de Colón es que estaba cautivado por las tierras antes que por los aborígenes, a los que consideró seres inferiores, susceptibles de asimilación o dominación. La falta de alteridad del descubridor, nos dirá Todorov, es un paradigma del egocentrismo, una convicción asocial que consiste en creer que "el mundo es uno", y una confusión trágica que supone que la escala de valores propia es igual a la universal.
Si se traslada la convicción de que "el mundo es uno" de la filosofía a la psicología social, se entiende mejor el extravío que producen estas creencias. Como lo demostró George Mead, la posibilidad de participar de la interacción social depende del conocimiento y la aceptación de las reglas del juego, que es uno de los primeros logros de los niños al comenzar el ciclo escolar. Es lo que Mead llamó la comprensión del "otro generalizado", que orientará la respuesta de la persona a las expectativas y le permitirá desarrollar un rol social. Así, el jugador que recibe la pelota se la pasará a un compañero o procurará tirar al arco para hacer un gol, no la agarrará y la pinchará, no se la comerá, no escapará con ella creyendo que es el dueño. Eso lo pueden hacer solo los niños menores de 6 años.
Este breve recorrido de la filosofía a la psicología social nos sirve para fundamentar una hipótesis: la clase dirigente argentina padece un problema de alteridad, consecuencia de un narcisismo perdurable e incorregible. Cree que es el ombligo del mundo y que, por lo tanto, puede desentenderse de las reglas del juego, evadiéndolas o cumpliéndolas a medias. Este desatino se expresa en dos planos: el nacional, donde los sectores de poder procuran sacarse ventajas eludiendo los preceptos del actuar colectivo; y el internacional, donde las elites locales coinciden espontáneamente en desconocer cómo funciona el capitalismo, sobre todo en la actual fase financiera.
Aunque a las gélidas calificadoras de Wall Street seguramente no les interesen las preocupaciones de Mead y Todorov, han construido unos artefactos que sirven para medir la confianza en términos que estos autores seguramente compartirían. En este sentido, el "riesgo país" puede considerarse un scoring para estimar en qué medida las naciones reconocen que existen los otros y que hay reglas de juego insoslayables, más allá de si son justas o no. Regresando al ejemplo del fútbol, los países que emplean la pelota para llegar al gol mediante el juego colectivo resultan más confiables, pueden predecirse sus conductas, generan escaso riesgo. Los pocos que, en cambio, pinchan la pelota o quieren apropiársela resultan peligrosos, producen rechazo, provocan la pregunta insistente: ¿son inmaduros o son tramposos?
La certeza de la respuesta lleva a que el "otro", que además es implacable y muy poderoso, se defienda, reprobando al impresentable. Más allá de las alternativas del mercado global, esto significan los 820 puntos que supimos conseguir esta semana: la mirada desconfiada del mundo financiero sobre los dirigentes argentinos, cuya imprevisibilidad y falta de transparencia se convirtieron, lamentablemente, en rasgos de identidad. ¿Están haciendo algo para remediarlo? Porque con el FMI parece que no alcanza. La respuesta es no. En la Argentina de fines de 2018, cada cual atiende su juego: polarizaciones electorales, optimismos maníacos, pujas sectoriales, tácticas oportunistas, luchas palaciegas, Poder Judicial inorgánico, escasos consensos legislativos. La mirada del otro, sea un observador extranjero o un argentino lúcido, es admonitoria e irónica: estos muchachos siguen bailando en la cubierta del Titanic.
En la época de Trump y Bolsonaro , la democracia argentina, que con todos sus defectos es un bien inapreciable, ya no soporta más estos desvaríos. Acaso necesite con urgencia unos consensos mínimos, aunque indispensables sobre cómo se financiará el país con rigor y equidad en la próxima década; cómo achicará la brecha entre las expectativas de bienestar y la capacidad de solventarlas; cómo distribuirá el gasto público con más eficiencia; y cómo no seguirá siendo una fábrica de pobres. Si nuestras elites dieran señales de que estos temas les importan de verdad, tal vez el mundo empezaría a mirarnos con más confianza y nos levantaría el aplazo.