El secreto de los relojes de arena
En mi barrio, a escasas cuadras de casa, hay un relojero que además de ofrecer sus servicios para reparar modelos mecánicos antiguos (lo suyo no parece ser el mundo digital), construye relojes de arena. Son piezas simples y bellas, hechas en madera y cristal, de tamaño medio, grande, pequeño, expuestas sin mayores artificios sobre cuatro o cinco estantes de cara a la vidriera. Desde que los descubrí, sueño con que uno de esos relojes asome por entre libros y plantas, sobre mi escritorio o en cualquier otro rincón de casa. Pero el sueño, hasta ahora, se reveló imposible.
Si esto fuera el comienzo de un cuento, habría que llamarlo “el misterio del hacedor de relojes de arena”. Porque ya perdí la cuenta de las veces en que me acerqué al local, oteé a través de la puerta vidriada que da a la calle, obedecí al cartel que indica tocar timbre y esperar... Y nada.
No diría que se convirtió en obsesión, pero ya empieza a devorarme la curiosidad. Si bien no lo hice de manera sistemática, intenté pasar por el lugar a distintas horas del día, en distintos momentos de la semana. Nada.
El negocio no luce abandonado. Alguien sube y baja la persiana metálica que lo protege los fines de semana. Alguien limpia los estantes de vidrio sobre los que tan orondos se exhiben los relojes. Hay alguien allí, dedicado a cuidar ese pequeño local, a cultivar su parcela de arte. Pero por una razón que se me escapa, ese alguien me está resultando esquivo.
Pasé por allí hoy mismo, con los nulos resultados habituales. Como siempre, me quedé unos instantes contemplando los relojes, preguntándome qué tienen que me atraen tanto. ¿Será el inevitable eco de Borges? ¿Aquello de que “Hay un agrado en observar la arcana arena que resbala y que declina/ y, a punto de caer, se arremolina/ con una prisa que es del todo humana”?
O tal vez sea que me encantan las causas perdidas, que siento debilidad por los vestigios de lo que alguna vez fue esta ciudad. Y que es imposible no simpatizar con alguien que, en un rincón de su coqueta y anacrónica vidriera, pone un cartel donde, con letra manuscrita, señala: “Lo imposible lo hacemos de inmediato. Para los milagros, tardamos un poco más”.
La Grande Librairie, el excelente programa de la televisión francesa que conduce François Busnel, dedicó una de sus últimas emisiones a la felicidad. Entre los entrevistados estaba Marianne Chaillan, profesora de filosofía que publicó el libro Où donc est le bonheur? (algo así como “¿Entonces, dónde está la felicidad?”).
En diálogo con Busnel, Chaillan –conocida en su país por sus numerosas publicaciones de divulgación en torno a temas filosóficos– recordó una escena de la película La sociedad de los poetas muertos: aquella donde el profesor interpretado por Robin Williams, tras leer un poema de Walt Whitman (”Que prosigue el poderoso drama , y que puedes contribuir con un verso”), se vuelve hacia sus alumnos y los interroga: “¿Cuál será su verso?”. Para Chaillan, la respuesta tiene que ver con el carpe diem tan popularizado por aquella película, y ante todo con lo que denomina “vivir poéticamente”: un ejercicio más ligado a lo vital que a la pura literatura, que tendría que ver con “hacer de cada instante un fin en sí mismo”.
Lo que la escritora francesa propone es horadar al menos en parte la lógica contemporánea. En un tiempo donde la tiranía de la productividad impregna de cálculo y exhibición hasta los espacios más íntimos, Chaillan considera que “adquirir el propio ritmo” y dar forma al “propio verso” (sea cual sea su forma y sustancia) son las vías para rozar una felicidad contenida, personal, intransferible.
Algo me dice que el misterio del hacedor de relojes de arena tiene que ver con esto: hay ahí alguien que le encontró la vuelta al enigma del tiempo, a fuerza de relojes hechos por puro gusto, porque sí, simple poesía de cristal, madera y arena.
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