El triángulo de la Argentina turbia
Los diarios de los últimos días muestran las miserias y los vicios estructurales de un país que vive agazapado en sus zonas más oscuras
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Si alguien se propusiera cartografiar las miserias y los vicios estructurales de la Argentina descubriría que buena parte del trabajo ya está hecho: solo tendría que repasar los diarios y los noticieros de los últimos siete días para encontrar, condensados, los aspectos más dramáticos de un país turbio que se resiste a morir y que vive agazapado en sus zonas más oscuras.
La tragedia del fentanilo, la locura en Independiente y los audios del exdirector de Discapacidad constituyen un triángulo tenebroso y a la vez revelador: todas las partes están conectadas, aunque parezca que entre unas y otras no hay ninguna relación. Exponen, en conjunto, las claves de la degradación argentina: la inoperancia y la corrupción enquistadas en áreas sensibles del Estado; la connivencia entre dirigentes y barrabravas; la opacidad de sistemas de inteligencia y vigilancia clandestinos; la falta de profesionalismo policial; el sospechoso y exponencial crecimiento de empresarios o seudoempresarios que contratan con organismos públicos; la deficiencia y la desidia en los controles oficiales de legalidad y transparencia. Como si fuera poco, la trama de los últimos días también muestra una cultura política que se niega a asumir responsabilidades, que es rápida para sacarse el sayo y lenta para ejercer autocrítica, que tiene el reflejo automático de negar o minimizar los hechos, hasta los más evidentes. Es una cultura contagiosa, que apela a un manual repetido y que usan tanto los “políticos profesionales” como los que se autodefinen outsiders o se presentan como distintos a todo lo conocido.
¿Cómo se explican la trama del fentanilo y el crecimiento de García Furfaro sin un Estado que hace la “vista gorda” e incumple controles básicos? ¿Podría haber llegado a los hospitales un medicamento adulterado si funcionaran las barreras de la Anmat y se hubieran atendido las señales de alerta que efectivamente existieron? Cuando se empieza a mirar con lupa, como lo han hecho los periodistas Diego Cabot, Fabiola Czubaj y Camila Dolabjian, se ve una telaraña de irregularidades que conecta a esta productora de medicamentos con la corrupción y el crimen organizado. Se descubre, por ejemplo, que montaban un laboratorio biotecnológico en Ciudad del Este, un enclave famoso por el narcotráfico, el contrabando y el lavado de dinero. Todo con un aval explícito del poder político de ese momento, ejercido por el kirchnerismo. ¿No se activó ninguna alarma en el Ministerio de Salud en el último año y medio?

El señor Furfaro es, en sí mismo, el símbolo de una época y de un país. Empezó su vida laboral en el noble oficio de verdulero y en pocos años se convirtió en el dueño de un imperio farmacéutico, después de haber estado en la cárcel por un intento de homicidio. ¿Fue gracias a una tierra de oportunidades y a un sistema que incentiva la movilidad social y el progreso a través de la creatividad y el esfuerzo? ¿O resultó beneficiario de un oscuro entramado de sociedades políticas, protección judicial y negociados espurios? Las respuestas las conoce el ciudadano de a pie, que ya ha visto otros ascensos meteóricos como el del Señor del Tabaco.
La oscuridad también “brilló” la semana pasada en un estadio de fútbol. Es imposible entender la noche demencial en Independiente si no se presta atención al vínculo tóxico y estructural entre barras, dirigentes deportivos y sectores políticos. Otra clave de esa tragedia es un “ejército” bonaerense de uniformados conducido sin brújula ni estrategia: “Hubiera sido peor si la policía se metía”, declaró, como si nada, el ministro de Seguridad de Kicillof. No solo fue la confirmación de que la policía dejó hacer en esas tribunas descontroladas, sino un reconocimiento de impotencia que pocas veces había sido tan explícito. El episodio desnuda, además, los componentes de violencia desaforada que anidan en algunos sectores de la sociedad; un fenómeno que está directamente asociado a la penetración narco y a la impunidad judicial. También describe los niveles de chapucería e improvisación que caracterizan a la dirigencia de muchos clubes. Aunque se trataba de un partido organizado por la Conmebol, sería ingenuo desconectar lo de Independiente del contexto de opacidad, arbitrariedades y primitivismo que se observa en la conducción de la AFA.

Mientras el país estaba conmocionado por la locura protagonizada por hinchas argentinos y chilenos, estalló un escándalo político que también conecta varios submundos. Los audios del extitular de la Agencia Nacional de Discapacidad nos recuerdan la vigencia de vicios crónicos en el sistema de contrataciones y compras del Estado, pero también desnudan un oscuro circuito de producción y distribución clandestina de grabaciones, escuchas y “carpetazos” que funcionan en los sótanos de la política. El origen de los audios que ahora investiga la Justicia remite a un mundo por lo menos vidrioso en el que muchos actores se repiten y muchos puntos se tocan. Tal vez no sea casualidad, por ejemplo, que el primer audio de Diego Spagnuolo se difundiera a través de un canal de streaming en el que figura el tesorero de la AFA, Pablo Toviggino, como principal financista. Quizá sea algo más que una coincidencia el hecho de que un jefe de seguridad privada esté sospechado de haber encubierto a los dueños de la droguería Suizo Argentina, involucrada en el escándalo, y también al inefable Elías Piccirillo, detenido por una serie de delitos que van de la extorsión a la estafa. ¿No hay una tubería soterrada que conecta varias de esas piezas con los negocios de las barras bravas y otras organizaciones delictivas?

En siete días, en definitiva, confluyeron en el vértice de la realidad todos los vicios de la Argentina. Si se creyera en las metáforas del destino, se podría leer como un homenaje a “El Aleph”, el genial cuento de Borges del que se cumplieron 80 años en esa misma semana. En el universo borgeano, el Aleph es un punto en el espacio que contiene todos los puntos del universo. Permite ver simultáneamente todo lo que existe, desde todos los ángulos posibles, en un solo instante. Lo mismo podría decirse del triángulo fentanilo-Independiente-Spagnuolo, que parece contener todos los puntos oscuros de un país degradado que, por momentos, parece incorregible.
Hay que prestar atención a las reacciones del poder frente a estos tres episodios porque también ahí aparece algo revelador. Tanto en el caso del fentanilo como en el de Independiente asistimos a un espectáculo conocido: echarle la culpa a otro. No hacerse cargo es un deporte que practica con habilidad casi toda la política nacional. Nadie se mira a sí mismo con actitud autocrítica ni con vocación de asumir responsabilidades. Como si decir “tenemos un problema y nos hacemos cargo” fuera una actitud ajena al manual del gobernante.
Frente a los audios de Spagnuolo también se desempolvó el mismo repertorio de frases hechas al que han recurrido otros gobiernos que enfrentaron denuncias y sospechas de corrupción: “es una operación”, “un intento de desestabilización”, “un invento de principio a fin”. Minimizar, ignorar y hacer silencio frente a los hechos es otra práctica que se reitera.
El “Aleph” de la última semana muestra, en el plano del discurso, algunas contradicciones de fondo. Por un lado, se escucha a un gobierno autoelogiarse con verba desmesurada: “los mejores de la historia universal”, “los más reformistas del último siglo”, “los que terminamos para siempre” con esto y con aquello. Por el otro, la realidad reclama más humildad y mayor responsabilidad: los problemas son enormes y rebeldes, muchos están enquistados en el sistema, requieren un trabajo arduo y no recetas mágicas ni relatos altisonantes.

Frente a la complejidad de las cosas, los mensajes simplistas siempre son engañosos. Lo mismo que los discursos épicos y encarnizados, que más temprano que tarde producen rechazo en la sociedad. Valga, en ese sentido, un apunte: durante la cuarentena, el gobierno de Alberto Fernández restringía las libertades no con pesar, sino con regocijo y hasta con entusiasmo. La misma actitud se observa en la gestión de Milei con relación al ajuste: no se hacen recortes de partidas y se echan empleados públicos con sobrio sentido del deber y de la responsabilidad, sino con espíritu celebratorio. Como si hubiera un regodeo en el ajuste, de cuya necesidad nadie tiene dudas a esta altura. Una cosa es ejecutar los despidos, si son necesarios, y otra es festejarlos como si fueran goles. El tono con el que se hacen las cosas y se toman decisiones difíciles marca una enorme diferencia. Fernández se ensañaba con “Sarita”, la jubilada que, sofocada en su departamento, salió a tomar sol en la cuarentena. Milei hace lo mismo con Ian Moche, el niño que padece un trastorno del espectro autista y cuestiona los recortes en el área de discapacidad.
Todo remite a una pregunta central: ¿cómo se para el poder frente a una realidad que plantea desafíos tan enormes como complejos? ¿con los relatos y los manuales de siempre o con un esfuerzo serio y austero para estar a la altura de las cosas?
Lo que hemos visto en los últimos días produce un costo que tal vez esté subestimado: el desánimo, la desmoralización y el escepticismo de gran parte de la sociedad, que mira el espectáculo público con resignación e impotencia. Ese clima de decepción entraña un riesgo institucional: puede incubar y potenciar una suerte de hastío democrático, cuya expresión más tangible es el ausentismo electoral.
Conviene recordar, en medio del fárrago angustiante, que la Argentina decente y virtuosa también está ahí: está en el sector productivo, en el arte y la innovación, en el deporte de elite y también en el amateur, en los nichos de excelencia científica y académica, y en los valores de una sociedad que, contra viento y marea, todavía cree en la cultura del esfuerzo, del mérito y la honestidad. Esa Argentina también se reflejó en los diarios de la última semana: las medallas de la nadadora Agostina Heim; el histórico triunfo de Los Pumas frente a los All Blacks; la misión del Conicet por el fondo del mar. Es un país que está representado, además, en millones de historias anónimas y cotidianas que se tejen alrededor de algo tan simple, y a la vez tan esencial, como hacer las cosas bien.
Hay razones para el desánimo, claro, pero también para la esperanza.










