El último acto de Abimael Guzmán
Fue durante el primer gobierno de Alan García, hacia finales de los años ochenta, que Abimael Guzmán rompió por única vez el silencio desde la clandestinidad en que vivía desde comienzos de década. Al líder de Sendero Luminoso, que se hacía llamar Presidente Gonzalo, ni siquiera se le conocía la cara: solo existía de él una fotografía borrosa que le habían tomado de casualidad, varios años antes, en un retén policial. La entrevista era, por supuesto, pura propaganda. Doce dogmáticas horas en que no había una sola alusión a las masacres del grupo armado: lo único importante para Guzmán parecía ser proponerse como teórico marxista, perorando sobre la fusión de José Carlos Mariátegui con Mao.
Leí extractos de esa entrevista cuando se publicó –por esos días hacía un largo viaje juvenil y gasolero por Perú– con instinto protoperiodístico. Guzmán, que con esas declaraciones buscaba entre otras cosas desmentir los rumores sobre su muerte, parecía estar, como un aparecido, en ningún lugar y en todas partes. ¿Y si buscaba dar con él para hacerle mis propias preguntas? Era, claro, una ambición adolescente. Bastaba aludir su nombre para que cualquier interlocutor ocasional interrumpiera de cuajo la conversación. Cuando busqué comprar un pasaje por tierra para viajar de Cusco a Lima resultó imposible: pasar por Ayacucho, en el centro del país, literalmente tomada por la guerrilla, era suicida. Ya en la capital peruana (los pasajes aéreos resultaban un regalo gracias a la inflación) lo que recordaba la guerrilla eran los apagones nocturnos. Sendero Luminoso, contradiciendo su nombre, se dedicaba a volar día por medio las torres eléctricas que abastecían a Lima. En la ciudad, ya ni notaban ese acoso fantasmal. El verdadero espanto se daba en las localidades campesinas donde el grupo escarmentaba con asesinatos masivos a los que no les hacían caso.
La glacial determinación del fundador de Sendero Luminoso recuerda la locura metódica de Kurtz, el personaje de Joseph Conrad
Abimael Guzmán –que murió el 11 de septiembre en una cárcel de alta seguridad, a los 86 años, después de haber pasado casi tres décadas tras las rejas– podría sonar como una vieja nota al pie de la violencia latinoamericana, si no fuera por los 70.000 muertos que dejó su agrupación. La glacial determinación del fundador de Sendero Luminoso (que prosiguió hasta el final, dicen, ya sin entrevistas) recuerda la locura metódica de Kurtz, aquel personaje de Joseph Conrad que Francis Ford Coppola traspuso del Congo colonial a la guerra de Vietnam en Apocalypse Now. “El horror, el horror”, sin embargo, en su caso solo parecía reservado para los otros. Es al menos lo que se desprende de aquella pseudoentrevista en que el profesor de filosofía (Guzmán se recibió con una tesis sobre Kant), para mostrarse mínimamente humano, se declaraba interesado en la literatura. Decía que le gustaba leer a Shakespeare y recordaba un librito de Thomas Mann, del que aseguraba haber sacado grandes conclusiones sobre “la ley”. Lo interpretaba, claro está, como el pésimo lector que era, a conveniencia.
La sombra de Sendero Luminoso aparece en más de una novela (Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa; el thriller Abril Rojo, de Santiago Roncagliolo), pero su líder –quizá porque su aparente intelectualidad, según prueba la entrevista, no es más que una cosmética de su estolidez– no parece inspirar a ningún Dostoievski de nuestro días.
Inspiró, en cambio, a otro Shakespeare. Nicholas Shakespeare, el biógrafo de Bruce Chatwin, vivió en Perú y publicó en 1995 El bailarín del piso de arriba, una novela deudora de Graham Greene donde cuenta apenas ficcionalizada y con nombres retocados, las acciones in absentiam y la captura de Guzmán. En la novela, como en la realidad, el gurú de Sendero Luminoso es detenido en plena Lima en un segundo piso que tenía como fachada una academia de danza. La crueldad que le ordenaba a los suyos no tenía contrapeso en ninguna valentía. Abimael Guzmán era en verdad un revolucionario de salón. La cobardía final es el negativo de su aura aterradora y secreta. Cuando llegaron a arrestarlo lo encontraron sentado detrás de un escritorio. No opuso ninguna resistencia.