
En la antesala de la Quinta República
Hay cierto paralelismo entre las historias de Francia y la Argentina. Las dos son naciones latinas: apasionadas, creativas e inestables. Lo mismo que la antigua Atenas. Las naciones anglosajonas prolongan, en cambio, la estabilidad romana. Francia anda ya por su Quinta República. ¿Por cuál república andamos nosotros?
La diferencia principal entre la historia política francesa y la nuestra es que, en tanto Francia navega viento en popa por su Quinta República, la Argentina necesita fundarla entre las ruinas de su Cuarta República.
Después de un pasado monárquico que llega a mil años si se lo cuenta desde Carlomagno, Francia atravesó sus dos primeras repúblicas, breves y convulsionadas: la Primera, que duró doce años con la Revolución Francesa desde 1792 hasta el advenimiento de Napoleón, y la Segunda, que sólo duró cuatro años detrás del presidente Luis Napoleón antes de que éste, siguiendo las huellas de su tío, se proclamara emperador en 1852.
La Tercera República perduró desde 1871, cuando Luis Napoleón cayó abatido por Bismarck, hasta 1940, cuando fue destruida por Hitler. La Cuarta República, que nació con la posguerra en 1944, arribó a una situación terminal de la cual la sacaría De Gaulle fundando la Quinta República, en 1958.
Nuestro período monárquico fue breve, desde 1776 cuando se fundó el Virreinato del Río de la Plata hasta 1810, el año de la Revolución de Mayo que acabamos de conmemorar. La Primera República de los argentinos apenas si fue tal, envuelta como estuvo por la guerra civil hasta que nos dimos la Constitución de 1853.
Si la Tercera República fue la más larga en la historia de Francia, ese papel le tocó a nuestra Segunda República hasta que fue abatida por el golpe militar de 1930. En el transcurso de esos casi ochenta años, la Argentina gozó de estabilidad institucional, desarrolló su economía a un ritmo que asombró al mundo y atrajo millones de inmigrantes.
Entre 1930 y 1983, nuestra Tercera República vivió perturbada por una sucesión vertiginosa de gobiernos civiles y militares. Durante ese medio siglo, la Argentina conoció una extrema inestabilidad institucional, dejó de crecer económicamente y no pudo atraer la ola inmigratoria que todavía necesitaba. De 1976 a 1983, el último de sus regímenes militares fue incomparablemente más cruel e ineficaz que ningún otro hasta que la guerra de las Malvinas lo abatió. Había llegado el momento de fundar la Cuarta República, retomando el camino de la democracia interrumpido en 1930.
Pero la Cuarta República, que empezó hace diez y nueve años con tantas expectativas, hoy agoniza en medio de la inestabilidad política, la depresión económica y la cruel difusión de la pobreza. En vez de atraer inmigrantes, expulsa emigrantes. La Argentina de 2002 es la Francia de 1958. También espera angustiada, como ella, el advenimiento de su Quinta República.
El contrato
Hacia los siglos XVII y XVIII, pensadores como los ingleses Hobbes y Locke y el francés Rousseau difundieron la doctrina contractualista, según la cual el fundamento de la comunidad política es un contrato entre los gobernados y los gobernantes de cuyo cumplimiento depende el bienestar general.
¿Qué pasaría si en una nación se rompiera ese pacto fundamental? Que, arrojada al mar proceloso de la desconfianza, la nación correría el riesgo de naufragar. La única manera de superar esta crisis sería la redacción de un nuevo contrato, para volver a empezar.
La doctrina contractualista se cumplió puntualmente en la Argentina. En 1810, el argumento que justificó nuestra pretensión de independencia, desarrollado por Mariano Moreno en La Gazeta, fue que, habiéndose roto el contrato entre los argentinos y la monarquía española derrocada por la invasión napoleónica, había que elaborar un nuevo contrato para volver a empezar.
Pero el nuevo contrato que soñó Moreno tardó más de cuatro décadas en concretarse porque en ese lapso la guerra civil nos convirtió en las Provincias Desunidas del Río de la Plata. Cuando los gobernadores de esa Argentina desunida se juntaron exactamente hace ciento cincuenta años para firmar el Acuerdo de San Nicolás, hubo al fin nuevo contrato. De él surgiría al año siguiente la Constitución de 1853 y, con ella, la Segunda República.
En 1983, una vez que habían pasado los tiempos revueltos de la Tercera República, los argentinos celebramos un nuevo contrato. Era el contrato de la democracia, que renació en medio de la esperanza cuando el presidente Alfonsín proclamó que "con la democracia se come, se cura y se educa".
Hoy, la Cuarta República de 1983 está en ruinas. Es que, otra vez, se rompió el contrato. Con la democracia que tuvieron a su cargo los presidentes Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde no se educa ni se cura y ni siquiera se come. Los gobernados han perdido la confianza en sus gobernantes. Ha llegado la hora de un nuevo contrato y de una nueva república.
Ella se anuncia a partir de un consenso: desilusionados como están con su clase política, los argentinos aún confían en la democracia. Esta fe, maravillosamente intacta, será el punto de partida de la Quinta República.
El nuevo contrato
Los nuevos contratos no surgen de la nada: generalmente tienen un libretista. Así fue como en 1688, cuando celebraron el nuevo contrato de la monarquía parlamentaria que aún hoy los rige, los ingleses pudieron visualizarlo en los escritos de John Locke. Cien años más tarde, la naciente república norteamericana encontraría su propio libreto en El Federalista , que, bajo el seudónimo de Publius, escribieron Hamilton, Madison y Jay. En 1852, Juan Bautista Alberdi les dio a los argentinos su libreto en las Bases, fielmente volcadas en la Constitución de 1853.
Si no hay un pensador que pueda ofrecerles a los argentinos de hoy el servicio que el autor de las Bases brindó a los argentinos de ayer, ¿podremos construir entre todos un Alberdi colectivo ?
Las bases de la Quinta República asoman detrás de las discusiones "fundacionales" que hoy nos embargan. Su elemento más exigente es el paso de una república formada por 24 provincias insolventes a otra integrada por seis o siete regiones económicamente sólidas, capaces de autofinanciarse. Esta reducción traería consigo la drástica disminución del número de gobernadores y legisladores.
El segundo elemento sería un cambio drástico en el sistema de representación para que los ciudadanos, en vez de votar por listas sábana previamente digitadas por los caudillos partidarios, eligieran de veras a funcionarios ejecutivos y legislativos conocidos y confiables, a quienes pudieran exigirles después una estricta rendición de cuentas.
Una vez cumplidos estos dos requisitos, una elección general para llenar todos los cargos ejecutivos y legislativos daría nacimiento a la Quinta República. Se habla mucho de elecciones anticipadas. Pero si ellas son más de lo mismo, la Cuarta República prolongará su agonía. Lo que más importa no es el cuándo sino el cómo de las próximas elecciones presidenciales que, si se quiere cambiar de república, deberán ser precedidas por una amplia reforma constitucional. Este es el camino hacia una nueva Argentina. Si no lo tomamos, la implosión de la vieja Argentina nos aplastará.






