Felisberto Hernández, el pianista que se volvió escritor
Retorno de un clásico excéntrico. La publicación en la Argentina, por primera vez en un solo tomo, de toda la narrativa del genial escritor uruguayo revela la vigencia de su extraña y formidable imaginación
Una amiga de Felisberto Hernández (1902-1964) contaba que, cuando era elogiado como un eximio pianista, él afirmaba "Yo quiero ser escritor". El genio del autor uruguayo, que lo transformó en uno de los más grandes y originales escritores de nuestro idioma, comenzó siendo un acto de la voluntad y un profundo deseo. Todavía hoy -cuando se publica por primera vez en un solo volumen su Narrativa completa (El cuenco de plata)- es preciso desmentir que ese genio de Felisberto no era el resultado de una inspiración impensada, de una monstruosa capacidad innata que generaba una literatura extraña y repentista. Se trataba de una voluntad unida a aquel deseo: la voluntad que se modela al tiempo que descubre la forma. Porque esa voluntad de ser escritor coincidía con la busca de un modo de narrar cuyo fundamento era el propio impulso narrativo. Es decir, la invención progresiva de un tipo de narración que, como afirmó Italo Calvino, no se parecía a ninguna, y al mismo tiempo, el descubrimiento de un narrador particular de ficciones extrañas y extraordinarias.
Así, como "para agarrarse de algo", el único motivo de sus primeros relatos, recopilados en la serie de cuatro diminutos libros sin tapas (Fulano de tal, Libro sin tapas, La cara de Ana, La envenenada), como si fueran folletos, no era armar una trama, una intriga, sino ejercitar el deseo mismo de escribir. El lector no debería esperar un relato convencional, porque era imposible en este caso sostener un principio, una intriga y un desenlace. Debía, en cambio, atar su placer a la espera frustrada de lo extraordinario. Felisberto debía aprender a narrar lo que no podía ser contado, lo que no podía siquiera ser interpretado, para que la narración comenzase una y otra vez. Debía aprender a mantener la tensión alerta de una novela policial, pero no develar el misterio, sino al revés: mantenerlo. Se narra porque no se sabe qué es: se narra el misterio.
El misterio puede estar en un objeto largamente observado, un objeto que fuera como una cara amada: que fascine, que hipnotice, incluso que se transforme en una obsesión erótica. Pero esa cara a la vez debe estar dislocada de cualquier asociación, de cualquier vínculo, de cualquier destino y sobre todo, de cualquier principio analógico que garantice la unidad del mundo: debía ser un principio que no tuviera nada ni antes ni después, ni fuera otra cosa que su propio ser manifiesto. La condición de la epifanía es estar fascinado y a la vez separado de ella. Si el escritor sale a enamorarse, seguramente lo que hallará no es un amor sino una obsesión. Finalmente, había que aprender a convertirse en un escritor como si fuera una máscara, un personaje. Pero nunca develar el misterio que anima la escritura. Porque develarlo sería terminar con él y terminarlo se parece demasiado a la muerte. Y es probable que la dilación del comienzo no sea otra cosa que la dilación de la muerte.
El inicio de la escritura de Felisberto no es un comienzo asumido, sino una dilación del comienzo que tuvo numerosas tentativas. El verdadero comienzo, en tanto voluntad de ser escritor, se asume en los tres libros memorialistas: Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido y Tierras de la memoria. Entre 1939 y 1940 Felisberto Hernández emprende su gran proyecto narrativo y lo ejecuta a lo largo de la década del cuarenta. Esos fueron los años en los cuales la escritura más plena tuvo lugar, los años de la voluntad de escribir alzada en la cotidiana precariedad y de su deseo de encerrarse en cuartos pequeños a escribir sin cesar, como un ermitaño al margen del mundo social, que abandona también el arte del piano con el cual se ganaba la vida. Aquellos textos que componen el núcleo esencial de su narrativa fueron escritos y publicados en siete años, entre 1942 y 1949: Por los tiempos de Clemente Colling (1942), El caballo perdido (1943), Tierras de la memoria (1944), los cuentos de Nadie encendía las lámparas (1947), la novela breve Las Hortensias, cuentos fundamentales como "Mur" (1948), "El cocodrilo" y las primeras versiones de "La casa inundada" (1949), entre otros textos.
Con los tres libros de la memoria, ya no se trataba de un principio sino de la fundación de una escritura. Y ese acto retornaba a un gesto que sería un rasgo esencial de Felisberto Hernández: "Tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y ésa debe ser una de sus cualidades. Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro", escribió en el inicio de Por los tiempos de Clemente Colling. La radicalidad de ese gesto temprano ofrece aquello que volverá única e irrepetible su narrativa, porque en ella se construirá la inquietante extrañeza de su modo de contar, como si se soñara en voz alta, como si se leyera en un lúcido onirismo insomne. Juan José Saer señaló que podría describirse el conjunto de su obra "como una suerte de autobiografía onírica".
El recuerdo no tiene la capacidad de consolidar un yo sino la de volverlo una identidad conjetural. La astucia de Felisberto radica en que no se trata de un sujeto que rememora y en su memoria se unifica y define, sino de una superficie en la cual los recuerdos se reflejan como visajes, que el narrador tiene que admitir como si no fuera responsable de su emergencia: los recuerdos vienen y no se quedan quietos o exigen nuevas significaciones que luego abren otros recuerdos intempestivos. Ese que escribe los recuerdos es otro yo que sostendrá el ejercicio de la memoria en su otredad: "Otras veces pienso que si me ha dado por escribir los recuerdos, es porque alguien que está en mí y que sabe más que yo quiere que escriba los recuerdos porque pronto me iré a morir, de no sé qué enfermedad", leemos. Aquí se halla el primer indicio de ese narrador que se desdobla del autobiografiado, que será llamado "el socio" en El caballo perdido.
Al leer los cuentos de Nadie encendía las lámparas, que sigue a las ficciones memorialistas, ya es posible imaginar la voluntad de escribir como eficaz fabulación. En todos los relatos hay una primera persona que en varios casos es pianista y sólo de ese modo prosigue un vago, pero falso reflejo autobiográfico. Esta primera persona no es más que una voz, unos ojos o una máscara, como si contara la transfiguración imaginaria de los hechos. En ese libro ya se advierte que sus cuentos son historias de deseo con las cosas que apenas ocultan un deseo erótico, tan parecido al deseo imperioso de escribir y la voluntad de narrar. Cuentos extraños en los cuales un hombre tiene ojos que comienzan a dar una luz verdosa y pueden mirar en la oscuridad y penetrar la superficie de los cuerpos; o en los que un balcón se derrumba porque está celoso como un amante de una muchacha; o acerca de alguien que adivina objetos al palparlos en la penumbra de un túnel en el cual también lo esperan cuatro muchachas para reconocer sus caras con el tacto propio de un ciego; o donde un hombre recuerda minuciosamente que fue un caballo. Fábulas absurdas hechas de dobles, de espejos, de objetos que parecen personas y de personas fragmentadas como cosas en un mundo de claroscuros y semejanzas, un mundo poroso cuyo silencio tiene el espesor de un desierto nocturno. Al detener largamente sus ojos sobre las cosas, el narrador intenta poseerlas, para descubrir las analogías del mundo, el misterio de los parecidos que multiplican cada singularidad, aquello que de antemano no se sabe: una cabeza es una gallina humana, grande y caliente cuyo pelo era una manera muy fina de las plumas; las puertas parecen damas escotadas; un rosario de piedras preciosas se enrosca como un reptil; los abanicos semejan bailarinas abriendo sus anchas polleras; un tren iluminado parece un zaguán. El escritor, que por fin devino el otro yo del pianista, aspiraba a ofrecer la concertada armonía de las cosas en su narración. Pero al verlas y entrar en ellas como ser deseante, esa intimidad del mundo se quiebra y se fragmenta. El concierto se torna desconcierto. Basta que el mundo comience a multiplicarse para que toda unidad se desgarre y toda clausura se abra. El mundo estaba hecho de espejos pero cada imagen se independiza y el que mira es el intruso que dispersó los fragmentos donde cae la luz del sentido.
En Las Hortensias el escritor alcanza la encrucijada de esta poética. Horacio vive con su mujer, María Hortensia, y tiene una extravagante afición: colecciona muñecas algo más altas que las mujeres normales e hizo construir tres habitaciones de vidrio, en las cuales diversos artistas crean escenas múltiples con las muñecas para que él las contemple. Esas muñecas, llamadas Hortensia, son como mujeres, es decir, tienen la posibilidad de ser, literalmente, objetos deseados que, ahora a la inversa, toman el lugar de la mujer. O específicamente, de una mujer que es duplicada, reemplazada, eclipsada, simbolizada por una muñeca, la Otra fantasmal cuyo nombre, Hortensia, surge de una escisión del nombre María Hortensia. Así el mundo fragmentado se revierte sobre el propio yo del narrador. La pregunta acerca de su naturaleza será uno de los inmediatos motivos de la escritura de Felisberto: si el cuerpo escribe ¿dónde está el yo?
El inconcluso Diario del sinvergüenza será la tentativa de responderlo. Aquel sujeto que decía "yo quiero escribir" retorna a un diario en el que persigue un yo. El aspecto más inquietante de ese diario ficcional inconcluso, el Diario del sinvergüenza, no es acaso su materia narrativa: buscar el verdadero yo, descubrir que el cuerpo usurpa el nombre del yo, reconocer que el yo es múltiple, admitir que el cuerpo había estado escribiendo en nombre de un yo que no le pertenecía. Lo más inquietante es el epígrafe, porque en él se inscriben las iniciales de aquel autor que quería escribir: F. H. y que reza así: "Una noche el autor de este trabajo descubre que su cuerpo, al cual llama 'el sinvergüenza', no es de él; que su cabeza, a quien llama 'ella', lleva, además, una vida aparte: casi siempre está llena de pensamientos ajenos y suele entenderse con el sinvergüenza y con cualquiera. Desde entonces el autor busca su verdadero yo y escribe sus aventuras". La narrativa de Felisberto Hernández es el testimonio genial de esa imaginación que se desborda y busca la lengua del secreto.
LA NACION