
Grandes miedos, temores cotidianos
Por María Sáenz Quesada (para La Nación )
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La vida de una sociedad incluye tanto sus acciones como sus creencias, lo que se sostiene abiertamente y también las convicciones ocultas sobre las cuales se construye la trama de lo cotidiano. Cuando algo anda mal, tal vez porque ha dejado de funcionar hace tiempo, conviene hacer una pausa, preguntarse qué está ocurriendo y por qué, antes de intentar soluciones apresuradas que agravan más que solucionan el problema. Éste es el caso del actual debate en torno a la inseguridad de la vida cotidiana, la violencia de los ataques a las personas y a sus propiedades, y la incapacidad del Estado para devolverle tranquilidad a la gente.
¿Qué ocurre cuando se instala en el imaginario colectivo la idea de que todos estamos en peligro? La historiografía francesa propone ejemplos precisos. Georges Duby, en Año 1000, año 2000. La huella de nuestros miedos , compara los temores medievales con los de hoy: el miedo a la miseria, al otro, a las epidemias, a la violencia y al más allá subsisten, pero con distinta intensidad. Hace diez siglos, bandas de jóvenes caballeros sin raíces, obligados a las aventuras para sobrevivir, sembraban el terror entre las poblaciones campesinas, que los consideraban agentes del demonio. Pero su acción era bastante menos mortífera que las grandes carnicerías del siglo XX, Verdún o Stalingrado, observa Duby con referencia a las batallas de las dos guerras mundiales.
Caballeros y mazorqueros
Este miedo medieval era ajeno a las ideologías. Distinto es el caso de "el gran miedo" que se apoderó en forma espontánea de ciudades y campañas en Francia después de la toma de la Bastilla (julio de 1789). La idea confusa era que "ellos" -la marinería británica, las tropas austríacas o la aristocracia en general- iban a vengarse sangrientamente de la temeridad del Tercer Estado en su desafío al antiguo régimen. Como la autoridad del gobierno central había desaparecido, bajo el efecto del pánico colectivo se armaron milicias por cuenta propia y desde cada municipio autónomo se oteaba el horizonte por si llegaba el enemigo.
El terror se exteriorizaba sobre el otro, el inmigrante, el diferente. Había necesidad de información, pero las noticias se deformaban en su recorrido desde las fuentes hasta llegar a la gente común. Ese estado de ansiedad colectiva, al prolongarse en el tiempo, determinó las brutales diferencias entre patriotas y enemigos, ciudadanos y aristócratas, que englobarían a toda la Revolución Francesa.
También en la historia de la independencia argentina se registran estados de histeria colectiva y temores que engendraron violencias. Éstos alcanzaron su punto más alto en la primera época revolucionaria con la conspiración de çlzaga (julio de 1812). El partido españolista planeaba recuperar el poder y, según las autoridades patriotas, quitarles la vida a los funcionarios del nuevo régimen. El miedo que campeaba en la Capital planea sobre los patíbulos en que se dio muerte a los responsables de la conspiración.
En líneas generales, la época de Rosas fue positiva en cuanto al orden urbano: casi no había asesinatos o robos de importancia. Pero cuando el régimen estaba en peligro, la Mazorca, organización paraestatal, se encargaba de la limpieza de opositores mediante el recurso al terror sistemático.
Después de la campaña de Caseros, con su secuela inevitable de gente armada suelta, especialmente desertores, se produjo una serie de robos y asesinatos en los suburbios, de los que dan cuenta los periódicos de la época. Los huecos, espacios vacíos donde posteriormente se hicieron las plazas, eran preferidos por la gente de malvivir, lo mismo que los caminos por los que entraban las carretas en los mercados de frutos. Quedarse atascado en esos caminos y pasar la noche al sereno resultaba una segura invitación al robo. Quintas y pulperías suburbanas sufrían saqueos en forma sistemática. Sin embargo, los temores más fuertes se produjeron cuando una banda de jóvenes, casi niños, robó varios negocios céntricos. Pero las condenas aplicadas a los culpables no fueron excesivas, por ser la época en que las tendencias humanitarias de la jurisprudencia comenzaron a ser tenidas en cuenta por los magistrados.
Heridas abiertas
La venida masiva de inmigrantes reavivó algunos miedos colectivos. Pero el miedo al otro, al diferente, difícilmente podía personificarse en los grupos más o menos numerosos de recién llegados. La situación cambiaba si se detectaba en ellos una ideología peligrosa para las clases establecidas, como era el anarquismo. Las grandes huelgas de la primera década del siglo XX, quizá la más activa en la historia del sindicalismo argentino, generaron temor y leyes represivas, como las de residencia (1902) y de defensa social (1910): el asesinato del jefe de policía Ramón Falcón, la probabilidad de huelgas y la bomba en el Teatro Colón en los días en que se celebraba el Centenario de Mayo resultaron un pretexto oportuno para que jóvenes "patriotas" asaltaran y destruyeran periódicos de izquierda y agredieran a militantes de los partidos de este signo. Era sólo un ensayo de la Semana Trágica de 1919, en que el fantasma que pretendía conjurarse con violencia, el comunismo, se abría camino entre la miseria y el vacío de poder de la posguerra europea.
Un gran miedo, un auténtico pavor colectivo, se instaló en el país al avanzar la década de 1970. Era un temor relacionado con la lucha ideológica de la izquierda nacional contra las fuerzas conservadoras. Entonces militares y empresarios se sintieron especialmente amenazados. En esa oportunidad, el gobierno de facto procedió con desprecio de la ley para remediar la escalada de la guerrilla. Fue el camino que parecía más fácil y de menor riesgo para eliminar la amenaza de raíz. Pero los resultados de este procedimiento perverso causaron heridas irreparables en el cuerpo social, que no se han cerrado todavía.
Aprender del pasado
Hoy son otros los miedos. Responden a la mirada que nos devuelve el espejo, esto es, una sociedad que se vuelve cada vez más violenta porque está escindida y sin respuestas. Porque la riqueza producida en los últimos años se ha concentrado en muy pocos, mientras disminuye la posibilidad del trabajo estable, se desintegra la familia y la droga cumple su acción destructora. Desde la óptica del habitante de ciudad, y de una gran ciudad como Buenos Aires, la violencia ha dejado de ser patrimonio del suburbio y de las zonas marginales. Pedir solamente más violencia para resolver en forma inmediata el problema, o devolver poder a quienes han demostrado su irrefrenable tendencia a ejercerlo sin límites, agravará el problema. Más armas, mientras se recortan los presupuestos sociales o de educación, es una forma equivocada de resolver situaciones que comprometen el futuro del país.
Aprender del pasado para no recaer en errores ya cometidos exige sin duda un gran debate ciudadano. A los medios corresponde en esta grave emergencia el papel de informar y de esclarecer, aportar estadísticas y ejemplos de cómo actuaron en parecidas circunstancias otras sociedades. Según reclama Giovanni Sartori, utilizar un sistema de comunicación que interese al ciudadano y a la clase política en general, y que nos sirva a todos para reflexionar en la emergencia.



