Institucionalizar el país es la gran tarea pendiente
Por encima de diferencias ideológicas, la dirigencia debe comprometerse a trabajar conjuntamente para cambiar años de una cultura política que alienta la falta de control, la improvisación y la opacidad de la gestión pública
El proceso de construcción de la sociedad argentina estuvo caracterizado por un sino trágico. La guerra hizo al Estado y el Estado hizo la guerra. La llamada "unión nacional" se construyó sobre la desunión y el enfrentamiento de pueblos y banderías políticas. La unidad nacional fue siempre el precio de la derrota de unos y la consagración de privilegios de otros. Y el Estado nacional, símbolo institucional de esa unidad, representó el medio de rutinizar la dominación impuesta por las armas. Escribí estas palabras hace más de 30 años, reconociendo así la reiteración de una constante histórica. Los discursos de Urquiza, Mitre y Roca ante el Congreso parecen calcados: "Institucionalmente, parecemos una nación recién nacida, que debe construirlo todo", repetían aquellos hombres.
Esos enfrentamientos congénitos siguen vivos, sólo que, como diría Foucault invirtiendo la famosa afirmación de Clausewitz, la política pasaría a ser la continuación de la guerra por otros medios. Ya Mao Tsé-tung había anticipado a Foucault, al definir la política como guerra sin derramamiento de sangre. Es que las guerras adquirirían un nuevo formato, sin sangre pero con víctimas, luego de que la gran transformación irrumpió con fuerza para convertir al capitalismo en el modo dominante de organización social. En su transmutación, la guerra, los enfrentamientos, la violencia continuarían siendo la partera de la historia y la marca identitaria de nuestra precaria institucionalidad. Tal vez sea ésta, la definitiva institucionalización del país, la principal asignatura pendiente y el mayor desafío para la Argentina de las próximas décadas.
En la historia de los acontecimientos humanos, existe siempre una compleja combinación de factores que explica que los procesos sociales se desarrollen en un sentido u otro. No hace falta enrolarse en el determinismo histórico para comprender que las formas que fue adoptando el capitalismo desde su nacimiento han sido el factor que mejor explica la peor o mejor suerte que les ha tocado a las sociedades contemporáneas en la promoción de un desarrollo más o menos sostenido, en la construcción de una gobernabilidad más o menos democrática y en la vigencia de patrones de distribución de la riqueza y el ingreso más o menos equitativos.
Pero no todo depende de un fatal determinismo. También el azar juega un papel importante en la trama de los procesos sociales. Una abundante dotación de recursos naturales, una prolongada sequía, una guerra, la súbita muerte de un líder político, todos eventos inesperados, pueden torcer un proceso histórico. Y aun así, más allá del determinismo y el azar, todavía queda espacio para una voluntad colectiva nacida de un acuerdo de la clase dirigente de superar los enfrentamientos, erradicar las mil formas de violencia de la vida política y hallar denominadores comunes que permitan la convivencia civilizada, el diálogo, el intercambio de ideas, el respeto por la opinión ajena, buscando, como sociedad, convertirnos en protagonistas de nuestra historia, y no en simples marionetas a merced de los vientos de frente o de cola que nos depare el azar o el destino.
En las próximas décadas los desafíos serán enormes. Crecerá, seguramente, la demanda por la apertura y la participación comunitaria en los procesos de gestión de lo público. Probablemente se afianzarán los procesos de descentralización y se modificará el papel de los distintos niveles de gobierno. La internacionalización del Estado, junto con la descentralización, operará como una pinza sobre los Estados nacionales, que crecientemente deberán resignar su papel como proveedores de bienes y servicios para transformarse en órganos de conducción política y negociación en el marco de bloques regionales que harán más acentuada la multipolaridad del mundo.
La lucha por la inclusión social continuará bajo nuevos formatos. Nuestras sociedades no se resignarán a vivir en la pobreza o la indigencia y no es difícil que los conflictos sociales se agudicen. Los medios de información y las redes sociales se convertirán en una nueva ágora virtual, que ofrecerá inéditos mecanismos de movilización y acción colectiva.
Las ideologías seguirán dando soporte a modelos de organización social alternativos: la concepción del buen vivir, que define una consmovisión ancestral de la vida; una concepción que se ha mantenido vigente en el espíritu y en la vida comunitaria de algunos pueblos andinos; las concepciones neodesarrollistas, con o sin tintes populistas; el neoliberalismo, que continúa depositando su fe en la mano invisible del mercado; o los esquemas socialdemócratas escandinavos que consigan anidar en otras regiones del mundo.
Que el futuro sea maravilloso o apocalíptico dependerá, en alguna medida, de la sabiduría de nuestros líderes políticos y de las decisiones que adopten. La pregunta, reitero, es si en las próximas décadas nuestro país dejará que el capitalismo global, en su permanente metamorfosis, nos indique qué lugar debemos ocupar en el mundo; si apostamos al azar por creer que estamos inexorablemente destinados al éxito; o si somos colectivamente capaces de construir nuestro destino.
Si elegimos el ejercicio de una voluntad colectiva, será necesario, como primera condición terminar de construir el andamiaje político y organizativo sobre el cual discutir y decidir nuestras opciones, deponer los enfrentamientos viscerales y crear espacios para la búsqueda de consensos, convertir la democracia delegativa en una democracia deliberativa. Esto supone que los gobiernos que vengan, acaben con la improvisación, con el presente continuo con el que parecen conjugarse habitual y solitariamente las decisiones políticas.
Partimos de notorios déficits en múltiples áreas de gestión pública y es urgente definir –como solemos llamarlas en estas latitudes– políticas de Estado. Es decir, orientaciones, perdurables en el tiempo, sobre el contenido de las políticas sectoriales, que los sucesivos gobiernos se comprometen a sostener porque expresan las preferencias de la ciudadanía y las coincidencias básicas de las principales fuerzas políticas. Institucionalizar implica entonces construir esos espacios de deliberación y búsqueda de acuerdos que estabilicen las expectativas de los actores y permitan proyectar acciones de largo plazo. Por lo tanto, institucionalizar el país significa recuperar el futuro como dimensión temporal significativa de las políticas públicas, tratando de que la sola motivación no prevalezca sobre la comprensión de los fenómenos sobre los que se elige actuar.
También será necesario verificar si lo planificado se ha cumplido, si los controles de gestión han sido realizados y los resultados han sido evaluados, otro flanco débil del proceso de institucionalización. Hemos acumulado, uno tras otro, mecanismos de responsabilización (contralorías, auditorías, defensorías u oficinas anticorrupción) sin haber mejorado la rendición de cuentas ni institucionalizado los juicios de responsabilidad, lo cual alienta la improvisación y la opacidad de la gestión pública.
Institucionalizar el país significa también transformar su cultura. Ello no supone una toma de conciencia colectiva sobre la responsabilidad que nos cabe como individuos. Sólo puede surgir de la decisión de los gobiernos y la dirigencia política de promover otros valores. No existe evidencia histórica de una sociedad que haya transformado su cultura desde el reconocimiento de la responsabilidad individual, extrapolada a la de un colectivo social. Si quienes gobiernan sólo apuntan a preservarse en el poder, si sólo muestran conductas cortoplacistas, individualistas o sesgadas en beneficio de intereses espurios, no podrán sino convertirse en espejo de la sociedad a la que juran servir. En tal caso, la política continuará siendo la continuación de la guerra por otros medios.
Doctor en Ciencias Políticas