Japón y su constante renacer a la vida
TOKIO.- Hemos llegado al Japón en el tiempo primaveral de los cerezos en flor, lo que siempre es un privilegio. Y nos hemos asomado de inmediato, por supuesto, a sus inagotables riquezas pasadas y presentes. Aquí está Tokio, síntesis fascinante de una civilización milenaria que nunca se termina de descubrir y, a la vez, nervio y motor de un crecimiento tecnológico en el que los tiempos se suceden con ritmo vertiginoso.
Más allá nos están esperando Hiroshima, símbolo y testimonio del horror que la humanidad nunca deberá volver a conocer, y, desde luego, Kyoto, la antigua capital del Imperio, con sus reminiscencias históricas cargadas de belleza y misteriosa sabiduría.
En Tokio, apenas bajados del avión, hemos ido al encuentro de los siempre renovados prodigios de la tecnología japonesa. Hemos podido tener en nuestras manos, por ejemplo, los robots Ivos en sus tres generaciones: la primera y la última, identificadas con la imagen del perro; la segunda, evocadora de la gallardía del león.
En el Nihon Hoso Center (NHK), el prestigioso centro de comunicaciones, hemos tenido la primicia de la nueva televisión tridimensional, que no requiere el uso de ningún tipo de lente o amplificador visual. Nos tocó experimentar, con un realismo visceral, la sensación de estar instalados en el fondo del océano. Inicialmente, los ojos del espectador se clavan en las tres letras, NHK, que identifican la célebre marca; cuando las letras desaparecen, el efecto alcanza su punto culminante: el observador se descubre a sí mismo como si estuviera escrutando desde adentro los secretos más profundos del mar.
Contactos académicos
Desde luego, hemos visitado también las instalaciones del Asahi Shimbun , el coloso de la prensa japonesa, que imprime doce millones de ejemplares en sus numerosas plantas satelitales, situadas en el Japón y en otros lugares del mundo: en los Estados Unidos, en Europa, en Asia. Fuimos recibidos por el jefe de Editoriales, Siaki Asano. Conversar con él es recibir las ricas vivencias que sabe transmitir un genuino escritor de diarios. Y es comprender, también, las razones de la vigorosa identidad de esta empresa periodística, fundada en 1879.
Nos hemos reunido con un profesor de la Universidad de Kobe que es un sincero amigo de la Argentina: el doctor Hiroshi Matsushita, experto en derecho laboral y profundo conocedor de América Latina. Hiroshi viaja a nuestro país con asiduidad desde 1943. Su mujer, que es argentina, ha escrito un libro sobre el Japón.
A través de Kazuhiro Kobayashi, director de Estudios Iberoamericano de Sophia, la única universidad católica existente en Tokio, hemos tomado contacto, asimismo, con un ámbito académico en el que se valora y se sigue de cerca nuestra problemática regional. En el Japón, la comunidad católica representa sólo el uno por ciento de la población.
Tuvimos oportunidad de dialogar con Hisahi Owada, el padre de la princesa heredera del trono del Japón. Para quien escribe estas líneas fue motivo de especial satisfacción el encuentro con él: ambos fuimos camaradas, años atrás, en la Academia de Formación de Líderes para la Paz, que preside la reina Noor, de Jordania. En el Instituto de Relaciones Internacionales, que Owada preside, pudimos advertir la fuerte preocupación que existe en Tokio por la situación del Medio Oriente y también el vivo deseo de los miembros de ese centro por alentar el intercambio con América Latina y, en particular, con nuestro país.
En Hiroshima nos esperaba una experiencia conmovedora. Concurrimos al Museo Conmemorativo de la Paz y recorrimos sus dos sectores bien diferenciados: el primero, dedicado a los estragos que causó la bomba y a la reconstrucción del trayecto que siguió el Enola Gay B29 que la arrojó sobre una población indefensa; el segundo, con su escalofriante reservorio de pelos, uñas y otros residuos humanos, testigos patéticos de la posterior acción destructora de la radiactividad.
Han pasado casi cincuenta y siete años, pero los detalles siguen vivos en la memoria aterrorizada de una nación que, aunque lo desee, no podría darse el lujo de olvidar. La bomba estalló a quinientos metros de altura y destruyó cinco kilómetros a la redonda. En el lugar arrasado sólo se guardó una cúpula, como recuerdo de las pocas casas que quedaron en pie. Cuando se contrastan estos datos con la realidad que hoy asoma ante nuestros ojos, se toma conciencia de que la reconstrucción de Hiroshima fue una empresa de imponente aliento épico.
A los argentinos nos resulta difícil evitar una desalentadora comparación. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, figurábamos, con Canadá, entre los países más progresistas del mundo. Los japoneses, que en aquel momento emergían del caos y la destrucción, se cuentan desde hace ya décadas entre las primeras potencias de la Tierra.
La historia de Hiroshima, como la de todo el Japón, se nos impone por momentos como una trama de dolor, de heroísmo y hasta de contradicciones. No hay actualmente en la población japonesa sentimientos antinorteamericanos. No se olvida que hasta el fin de la guerra el país estuvo sometido a una dictadura militar feroz. Con la destrucción, paradójicamente, llegó el fin de ese régimen de opresión y el comienzo de la democracia, piedra angular del progreso y la reconstrucción. Lo que sí existe es un rechazo vivencial al horror. Los japoneses juraron no tener nunca armas nucleares. Y han cumplido rigurosamente su promesa.
Doce años de recesión
Entre el Japón y la Argentina, salvando enormes distancias, es posible descubrir algunas similitudes, aunque pueda sorprender. Ellos, como nosotros, afrontan problemas endémicos difíciles de resolver, como el de la corrupción estructural y el de la existencia de una burocracia que tiende a expandirse.
Algunos especialistas, como el ya mencionado Hiroshi Matsushita, se interesan por la grave situación que está atravesando la Argentina, entre otros motivos, por el hecho de que el Japón sufre las consecuencias de doce años de recesión. Según informaciones difundidas por el Japan Times , hay preocupación por la posibilidad de que en 2005 puedan plantearse en su patria algunas dificultades que los argentinos conocemos bien, como la progresiva fuga de capitales y hasta la necesidad de restringir las extracciones del dinero depositado en los bancos. Pero hay una diferencia en favor de ellos: los japoneses no se caracterizan por su tendencia a llevarse la plata fuera de su país.
La inmigración ilegal -la mayoría, chinos y coreanos del Norte- es motivo de honda inquietud para el antiguo Imperio del Sol Naciente. Al mismo tiempo, el Japón se encuentra aislado de los otros países del Asia y solamente ha firmado un tratado de libre comercio con Singapur. Así lo afirman los expertos con quienes hemos conversado.
Por lo demás, visitar el Japón es volver a encontrarse con una realidad cultural portentosa, que se reconoce en sus autopistas -protegidas con empalizadas que evitan la contaminación sonora-, en sus parques, en sus lagos, en sus templos, en sus ikebanas, en sus antigüedades, en sus hoteles, en el impecable servicio del tren bala -que nos llevó de Hiroshima a Tokio- y en la bellísima arquitectura de sus estaciones ferroviarias. A lo que hay que sumar muchas otras maravillas, como el teatro kabuki, expresión suprema de la homogeneidad y la armonía del arte y el pensamiento.
La estética no es, en este país de raíces milenarias, un valor despegado de las actividades cotidianas. Detrás de la impecable calidad de las formas, asoma la dignidad del trabajo y el orgullo de un pueblo compuesto por personas que se esfuerzan por ser únicamente lo que deben ser. Esta es una de las dimensiones centrales del Japón, más allá de sus luces y sus sombras, de las idas y venidas de su historia, de los años de dolor y desolación y de su constante renacer a la vida.
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