Justicia y liberalismo
La Argentina exhibe, entre sus numerosos factores en estado crítico, un marco institucional incapaz de brindar resultados aceptables en economía, seguridad, educación, trabajo y justicia
La angustiante situación en que está sumida la Argentina exhibe, entre sus numerosos factores en estado crítico, un marco institucional incapaz de brindar resultados aceptables en economía, seguridad, educación, trabajo y justicia. Los estudios de campo más serios, especialmente la Tercera Encuesta de Cultura Constitucional recientemente presentada, muestran cifras alarmantes al momento de medir la confianza de la ciudadanía en nuestro Poder Judicial. Son una advertencia imposible de ignorar. Los operadores del sistema de justicia debemos mirarnos a los ojos y aceptar esa dura realidad. Hay que hacer autocrítica y asumir nuestra cuota de responsabilidad y contribución a la decadencia nacional. Porque, en palabras de Alberdi, la propiedad, la vida, el honor, son bienes nominales, cuando la justicia es mala.
Y no se trata solo de una cuestión de personas. En 170 años, no hemos terminado de alinear el modelo de justicia con el que idearon nuestros Padres Fundadores. Se fue perdiendo el empeño puesto por nuestra Constitución y las primeras leyes federales para diseñar un sistema de enjuiciamiento coherente con las ideas republicanas y liberales, a partir de la inviolabilidad de la defensa en juicio para proteger la libertad y la propiedad privada. La tradición y mentalidad inquisitivas, con su matriz autoritaria y antiliberal, resultó tierra fértil para sembrar, más tarde, los ideales de la denominada justicia social y luego importar desde una constitución monárquica la idea paternalista de una tutela judicial efectiva.
La justicia puede edificarse poniendo el foco en el poder de quienes la imparten (los jueces), o en los derechos de las personas que recurren a ella (los litigantes). Quedan así expuestas dos propuestas antagónicas, con diferentes trasfondos filosóficos, políticos e ideológicos: las jurisdiccionalistas y las liberales.
Las primeras, giran en torno a la autoridad jurisdiccional y se respaldan en procedimientos de corte inquisitivo, donde no se separan las funciones de probar y de juzgar. La concentración de poderes excesivos en los tribunales, hace que su imparcialidad y el derecho de defensa de las partes no sean relevantes: los jueces tienen permitida la introducción de su teoría del caso y salir a probarla, para luego valorar su propia prueba frente a la aportada por quienes litigan. Es el oxímoron del juez litigante, donde los sesgos cognitivos propios de todo ser humano hacen más de la cuenta en desmedro de la calidad de la decisión que finalmente tome. Juez y parte.
Este modelo de justicia autoritativa, paternalista y estatista está en franca retirada en los procesos penales de Latinoamérica. Sin embargo, varios sectores insisten en mantenerla y hasta intensificarla en procesos no penales ⎯civiles, comerciales, administrativos, laborales, consumo⎯. El cenit de esta concepción se hizo presente en nuestro país en los procedimientos de familia dispuestos por el Código Civil y Comercial.
Su contracara es el modelo adversarial, de cuño liberal y republicano. Se apoya en una clara separación de la actividad de probar y la de juzgar, en el entendimiento de que todo poder debe ser sistémicamente limitado y controlado. Aun el de los jueces. En este modelo, los litigantes van a defender su caso ante un tercero imparcial. De este modo, el proceso es un método de debate entre las teorías del caso de las partes, apoyadas en tres pilares: lo fáctico, lo probatorio y lo jurídico. Los controles horizontales y verticales en este modelo son incentivos para la obtención de información calificada a partir de las pruebas. Los abogados litigan y asumen una mayor responsabilidad, mientras que los jueces se encargan de aplicar las reglas de procedimiento para luego juzgar conforme a derecho. Cada uno en su lugar.
Lamentablemente, las ideas liberales no han penetrado lo suficiente en las distintas reformas procesales intentadas hasta hoy en nuestro país. Desde hace un tiempo se vienen impulsando propuestas de reformas cristalizadas en proyectos de códigos procesales civiles y comerciales que ya se han apresurado a acoger algunas provincias. Estas reformas ponen el foco en la reducción de la duración de los juicios, prometiendo una pronta mejora a partir de las bondades de la oralidad. Cuidado: tras el manto de los procesos orales y esta buena intención se esconden un cúmulo de poderes oficiosos a los jueces y limitaciones al derecho de defensa en juicio de las partes que colocan al litigante a merced del juez. Un renacer inquisitivo que incluye hasta un mecanismo por el cual, por arte de magia procesal y rompiendo las reglas de la carga de la prueba a placer, se convierte la mentira en verdad. Vade retro, capital.
La excepción es la materia penal que avanza, incluso, hacia el juicio por jurados a nivel federal. Sin embargo, si bien los casos criminales ganan las tapas de los diarios, millones de argentinos están involucrados en otro tipo de causas (civiles, comerciales, administrativas, laborales, etc.) que son un costoso safari, tan incierto como extenso. Claro, en un país en constante crisis económico-social y decadencia institucional, va de suyo la alta litigiosidad. Ese cuadro se incrementa a niveles insoportables cuando el propio Estado, en sus distintos órdenes, se erige en el principal incumplidor de sus obligaciones y está dispuesto a litigar sin razón para dilatar los juicios.
Resulta muy auspicioso para la República que el nuevo gobierno se haya manifestado explícitamente en defensa de la independencia de los jueces. Es un buen comienzo, que de algún modo invita al propio Poder Judicial a recapacitar y a legitimarse desde su imparcialidad aplicando el derecho y dejando atrás toda tentación de extralimitarse en el ejercicio de sus funciones. El activismo, el interpretativismo y el decisionismo voluntarista, tributarios de un empedernido finalismo, deben abandonarse en el altar de la previsibilidad y el respeto a las reglas preexistentes. De eso se trata vivir en un Estado de Derecho. Pero, especialmente a partir del surgimiento de los conflictos derivados del llamado Estado Social de Derecho, la otrora tajante separación entre derecho y política se fue difuminando. Aunque los jueces se vieron convocados a tomar decisiones necesariamente impregnadas de algún contenido político, esta situación no puede ser una licencia para hacer política revolucionaria desde sus escritorios, o sustituir a los otros poderes del Estado. Hay que recordar que los jueces son los guardianes de la Constitución y últimos garantes de los derechos de todos, iguales ante la ley.
Si la Argentina busca comenzar una nueva etapa de crecimiento y prosperidad a partir de las ideas de la libertad, al Poder Judicial le ha llegado la hora de asumir una función trascendental: cimentar la seguridad jurídica con reglas claras y justas. Lo que resuelvan los jueces y lo que prevea un legislador en un código procesal también sirve para atraer inversiones. O espantarlas. Por tanto, luego de la instauración del juicio por jurados en materia penal a nivel federal, en una segunda etapa, los procedimientos civiles, comerciales, laborales y de consumo deben revisarse para alinearlos con la Constitución y ofrecer reglas claras. El liberalismo puede inspirar la renovación especialmente de los procesos donde se discuten cuestiones patrimoniales privadas, instaurando un verdadero proceso civil adversarial que asegure la imparcialidad judicial para brindar seguridad jurídica.
El liberalismo se inspira en la justicia para defender los derechos y la libertad. En esta preocupación por dar a cada uno lo suyo, el debido proceso configura la herramienta en última instancia para hacer efectivos nuestros derechos. Sin olvidar que el acto de justicia es acto segundo, porque acto primero es el derecho o título que adjudica a cada uno lo que le pertenece en el marco del derecho vigente. Cuando este orden se invierte para imponer un criterio particular y subjetivo, y la justicia pasa a ser acto primero, se deja de lado el derecho. Entonces, aun con la mejor buena intención y sin advertirlo, en verdad no se está haciendo justicia. Se está, como enseña Javier Hervada, haciendo política. Así se materializa desde el poder la llamada justicia social. Pese a que, como advierte Alberto Benegas Lynch (h), es la antítesis de la justicia.