
Kirchner, la izquierda y el populismo
Por Marcos Novaro Para LA NACION
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¿Es viable y necesaria una alternativa de izquierda, centroizquierda o progresista opuesta al kirchnerismo? La relevancia de este asunto creció desde el lanzamiento de la concertación plural oficialista y de la candidatura de Roberto Lavagna. Por cierto, no es una cuestión nueva: durante décadas fue el dilema crónicamente irresuelto de las izquierdas argentinas frente al peronismo. ¿Qué hacer, sumarse a él para intentar definir su esquiva identidad y programa a favor de valores “adecuados” a su composición social, o combatirlo denunciando su inconsecuencia frente a esos valores y los intereses de quienes representa?
Admitamos que un peronismo por primera vez pública y oficialmente proclamado “de izquierda”, firmemente instalado en el poder (no vale por tanto la comparación con el camporismo), pone esta vieja pregunta en una perspectiva novedosa. Pero ¿cuán novedosa?
Conviene distinguir dos terrenos en los que la izquierda define su identidad: la cuestión distributiva y la republicana, y un asunto que subyace a ambos y al fenómeno peronista como tal: ¿es posible definir la incógnita populista, dotar al peronismo de una identidad, y sólo una, y permitir de una buena vez la decantación de una oposición competitiva, y por tanto de un sistema efectivo de alternancia y pluralidad democrática? De las varias veces que algo así se intentó, la última, la de Menem, fue sin duda la que más lejos llegó. Sin embargo, de ella no queda hoy ni el recuerdo: tanto esmero se ha puesto en olvidar lo sucedido en esos años. ¿Puede ser ésta la oportunidad para superar todos los intentos fallidos anteriores?
Un análisis a estas alturas convencional de la actualidad de la izquierda en América latina señala que hay dos modelos al respecto en la región: el de Hugo Chávez, esencialmente populista, antiliberal (no sólo contrario al neoliberalismo económico, también al republicanismo y liberalismo político), estatista y antinorteamericano, y el de Ricardo Lagos, moderado y favorable al libre mercado, al fortalecimiento de la democracia liberal y a la integración con el mundo desarrollado. Pero sucede que algunos líderes y gobiernos resultan difíciles de ubicar en cualquiera de las dos listas.
Con Kirchner suele pasar esto. Busca satisfacer a chavistas y moderados, y esterilizar a potenciales competidores de ambas orientaciones. Pero ¿logra efectivamente ese cometido? Sólo en parte: los rasgos que permiten identificar al kirchnerismo como un populismo moderado, capaz de equilibrar y componer tendencias opuestas en el terreno económico, institucional o de política exterior son los mismos que le imponen límites a su capacidad de innovación y ofrecen oportunidades para la crítica. Veamos:
* La salida de la crisis de 2001 reveló la fuerza del populismo peronista. Y también el hecho de que operan antídotos contra su pleno despliegue. El problema es que Kirchner, entusiasmado igual que sus predecesores con la idea de fundar una nueva época, no toma en serio esos límites y pone en riesgo la legitimidad del régimen político. La labilidad que mostraron los peronistas para sepultar su entusiasmo neoliberal de los 90 y reinventarse en clave populista y nacionalista alienta a relativizar el nuevo credo oficial. Tal vez sea por ello que el Presidente, en vez de ofrecer una explicación razonable de los hechos, sobreactúa su ruptura con el pasado y ofrece un discurso de fronteras insuperables. Es cierto que pasa por alto la condición de migrantes de último momento de muchos de quienes lo rodean, pero el hacerlo los vuelve dependientes de su benevolencia, condenándolos a una subordinación que no conocieron en tiempos de Menem y de la que tarde o temprano habrán de rebelarse. En cuanto a la oposición, afortunadamente para ella el discurso de “la nueva Argentina” no ha conducido (aún) a un intento de crear un nuevo orden constitucional ni nada parecido, y en lugar de la oposición que Kirchner pretende, virulentamente enfrentada a su “modelo de país” por clivajes ideológicos y programáticos definitivos, existe una diversidad de actores mal colocados, con los que no tiene más remedio que definir acuerdos y desacuerdos coyuntural y puntualmente. Poco que ver con la situación de Chávez. Y con la de Perón de los años 50. Pero eso no obsta para que el Presidente siga intentándolo, crispando el conflicto todo lo posible. En este sentido, una oposición de izquierda no es sólo posible, sino necesaria para moderar el antagonismo y hacer fluir el debate por carriles de razonabilidad.
2°) Las reformas menemistas de la economía y el Estado, la crisis de 2001 y el ajuste y la recuperación posteriores ofrecen tanto oportunidades para la crítica y la reversión de algunas políticas liberalizadoras y antiestatistas como aún más atractivas para el crecimiento en el marco de reglas económicas ya establecidas. La consecuencia ha sido un mix de ruptura y continuidad con las políticas previas, que combina manejo ortodoxo de las cuentas públicas y el mercado cambiario con mayor intervención en inversiones y precios, y, lo más importante, una posición globalmente conservadora del marco general con que el capitalismo opera en la Argentina desde hace décadas y que Menem no alteró demasiado: un régimen basado en la asignación de rentas desde el Estado. Las demandas por otro Estado capaz de establecer reglas transparentes y universales y promover mercados competitivos no son irrelevantes, pero están débilmente representadas en las corporaciones y los partidos. Ese déficit de representación deja terreno disponible para iniciativas de cambio que pueden orientarse tanto hacia la izquierda como a la derecha, según los acentos que se pongan.
3°) Esta tensión entre orden corporativo e intereses más generales pero difusos se expresa también en la combinación entre una estrategia populista, que divide el campo político en opciones antagónicas identificando la propia como única legítima en términos nacional/populares, y un sistema de alianzas que comprende el peronismo territorial, los intereses empresarios y sindicales, y que resulta tan eficaz para asegurar el orden como ineficaz para innovar. Tampoco en esto Kirchner se diferencia mucho de Menem. El resultado son políticas públicas deficientes tanto en términos de distribución y garantía de derechos sociales como de reglas imparciales y estables que aseguren las libertades individuales. El antagonismo populista, en este sentido, sigue siendo poco más que una excusa de la discrecionalidad y el patrimonialismo que rigen en el Estado.
Kirchner colocó a las fuerzas de izquierda y centroizquierda frente a un dilema que en los 90 habían creído superado: colaborar con su gobierno, con el riesgo muy palpable de diluirse en el océano peronista, o buscar un espacio propio y autónomo, con fuertes posibilidades de terminar aisladas y volverse irrelevantes. Pero ello responde más que nada al circunstancial éxito económico de su gestión y al descrédito de la opción no peronista que resultó del fracaso del Frepaso. Ventajas que, a la corta o a la larga, se agotarán.
Podrá decirse que las izquierdas argentinas gozan hoy de buena salud, tanto en el kirchnerismo como en la crítica a sus límites y ambigüedades. En parte ello es reflejo de una ola regional. En parte, consecuencia de la legitimación de los valores de izquierda que ha impulsado Kirchner en el peronismo y fuera de él. Pero, en primer lugar, es difícil que de ello se siga la automática superación de los problemas históricos de identidad, ideología, consistencia programática y fortaleza organizativa de las izquierdas. Segundo, cabe dudar de que la formación de un vértice de esa orientación en el peronismo signifique la definitiva solución del dilema que ese partido presentó a quienes intentaron ubicarlo ideológicamente, y la pronta emergencia de otro polo no peronista y de centroderecha que completaría, esta vez sí, un nuevo y más estable sistema de partidos. El mismo éxito del peronismo en reinventarse y su propensión a usar las crisis como mecanismo de sucesión del liderazgo ¿no alientan, acaso, a pensar que al final del ciclo kirchnerista nos espera una situación similar a la que se vivió al final del menemista? ¿No terminará esta experiencia, como sucedió con el libre mercado en 2001, en el extravío de los valores de izquierda, no sólo de su legitimidad prestada sino también del mucho o poco crédito que pudieran haber alcanzado previamente? Podrá decirse que la situación económica cambió, pero no hay que subestimar la fuerza destructiva de la regla de oro de la política peronista, la que indica que el presidente es el jefe indiscutido, hasta que se convierte en el pato cojo a despedazar.
Respecto de la indisposición a considerar estos problemas por parte de la izquierda aliada al gobierno, más que la convencional tensión entre populismo y socialdemocracia la explica una concepción autocelebratoria, que define el ser de izquierda a partir de una atribución de valores y disvalores: el pueblo, la nación, las empresas extranjeras, los organismos financieros, Latinoamérica, etcétera. Ello supone una involución respecto de una concepción menos rígida y maniquea, que floreció años atrás y permite poner el foco en políticas públicas, procesos y estrategias específicas. Pero, además, ese esencialismo está en las antípodas de la exaltación típicamente peronista de la ubicuidad de los actores, ante todo de la de ellos mismos. Tarde o temprano entrará en crisis una armonía que sólo puede sostenerse en la azarosa coincidencia de factores económicos y electorales locales y regionales.
Mientras, aceptando que sea posible hoy en la Argentina ser “consecuentemente de izquierda” tanto en el gobierno como en la oposición, convendría centrar de nuevo el debate en políticas específicas que impliquen cambios sustanciales en términos de distribución y de calidad republicana. Ello lo hará más productivo y menos descalificatorio, ya que no siempre estos temas dividen aguas del mismo modo en el gobierno ni en la oposición: el clientelismo en las políticas sociales, el control de los decretos de necesidad y urgencia y del manejo del presupuesto, la reforma de la Justicia, la calidad del gasto educativo, la reforma de las obras sociales y del sistema de salud en general, el pluralismo sindical, el modelo de integración regional, el respeto a la libertad de expresión, el fortalecimiento de los partidos, la transparencia en los actos de gobierno y el acceso a la información pública, y la lista sigue.




