
La colonización de Irak y la "hija del desierto"
Por Néstor Tirri Para LA NACION
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"Estamos trabajando seriamente en el Reino Unido para aportar ayuda humanitaria a la población de Irak." Si no fuera porque a continuación el mensaje explicita que "desde 1991 ya hemos asignado [a ese país] 82 millones de euros", el discurso podría formar parte de las consignas que ochenta años atrás se forjaron en el Ministerio de Colonias de Gran Bretaña. La frase inicial pertenece al artículo que Tony Blair publicó hace unos días en el popular diario egipcio Al Ahram (reproducido en LA NACION), en el que el primer ministro inglés parece navegar entre la culpa por las consecuencias de una alianza invasora y, sobre todo, la nostalgia por el hoy perdido dominio colonial de la región.
La "ayuda humanitaria" de los británicos a Irak se inició cuando, en 1921, Winston Churchill asumió como secretario de Colonias y convocó a sus más avezados especialistas en Medio Oriente a una conferencia en El Cairo para determinar el futuro de la Mesopotamia. De los cuarenta expertos, treinta y nueve eran hombres. Nadie pensó entonces que la única mujer integrante del cónclave pasaría a la historia por su visión tanto política cuanto antropológica para la transformación del mundo árabe. Se llamaba Gertrude Bell (1868-1926) y los árabes la llamaron "la dama que cabalga". También le asignaron un epíteto célebre: "hija del desierto". Hoy los servicios de la BBC de Londres que cubren los hechos de Irak la nombran, cuando las cámaras registran el desierto iraquí o los barrios de Bagdad, en tanto que la publicación The Daily Star le dedicó una significativa evocación.
Una "espía" ambivalente
¿Quién fue, en realidad, Gertrude Bell? Personaje de avasalladora personalidad, poeta y arqueóloga, se perfila como una heroína de ésas que, en la ficción, tientan a Meryl Streep por su remembranza nostálgica de épocas colonialistas, como aquella otra que asumió en Africa mía (Sidney Pollack, 1985), ciertamente menos atractiva que la inglesa que nos ocupa. Bell hechizó a políticos británicos y a jeques árabes como la mujer más poderosa del imperio británico de las primeras décadas del siglo XX. Fue colega coetánea de T. E. Lawrence, el mítico Lawrence de Arabia, y, como él, se sumergió con temeridad aventurera en los misterios del desierto. Fue una avezada arqueóloga que dominaba lenguas árabes. Y, fundamentalmente, fue una agente de la inteligencia británica y tuvo un peso decisivo en la actual configuración de Irak. No extraña que su figura haya cobrado una inusitada actualidad.
Al finalizar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), con el derrumbe de la prolongada hegemonía del Imperio Otomano, Inglaterra y Francia repartieron su influencia en el territorio, guiados principalmente por las necesidades del por entonces nuevo factor político, asaz movilizante, no muy distinto del interés actual: el petróleo. A principios de siglo, la joven Gertrude Bell había partido de Inglaterra para estudiar lenguas árabes en Jerusalén. No imaginaba que este viaje de iniciación desembocaría en horizontes más amplios que los de la mera arqueología. Equipada con alimentos, un par de ayudantes y medicamentos, más tarde se atrevió a internarse en el desierto sin guía. Conoció y documentó las asperezas de un territorio sin vegetación, salvo la de las palmeras de dátiles, y donde a mediados de marzo comienza a castigar un viento que vuelve intransitable la región, el mismo alud de arena que hace unos días paralizó las acciones aéreas de los ejércitos invasores.
Con un formidable background vivencial, llegó a la conferencia de El Cairo de 1921 y allí planteó la necesidad de unificar las tres provincias otomanas, Basora, Mosul y Bagdad. Y lo consiguió. El resultado fue nada menos que la constitución del moderno Estado de Irak. También eligió a su primer conductor, el príncipe Faisal, al que impulsó a recuperar la grandeza del pasado de la región, la del imperio babilónico; en realidad, imaginaba a Irak como un reino potencial, según el modelo de aquel que ella representaba. Pero, aparte de la fuerte presión británica, el moderno Irak afrontaba serios problemas internos, algunos de los cuales han perseverado hasta hoy: los kurdos en el norte, que procuraban proclamar un Estado independiente; los sunnitas, en el centro, y los chiitas-sufíes en el sur.
Gertrude Bell mantenía una excelente relación con los jeques, pero su situación era ambigua y los intelectuales la consideraban una espía del imperio. "Una espía que, sin embargo -dijo en estos días una corresponsal inglesa-, gustaba mucho de lo árabe." Trasuntó ese amor, entre otras manifestaciones, publicando una admirable traducción de los poemas de Hafez (1326-1389), el poeta más popular de la lengua persa. Cabe una confrontación con el rol ambivalente que, años más tarde, encarnaría el escritor Ernst Jünger, un alemán que, con todo su amor por la cultura francesa, lideró la ocupación nazi en París durante la Segunda Guerra.
La situación de Bell se tornó insostenible cuando Sayid Taleb, el más vigoroso opositor de Faisal, movilizó al pueblo con la proclama "Irak para los iraquíes"; los ingleses le tendieron una emboscada y lo deportaron. Faisal, en tanto, trataba de reforzar su prestigio ante el pueblo iraquí: comenzó a resistir el mandato de los ingleses y, según lo consignó la propia Bell en una carta a sus familiares, aceptaba la "ayuda humanitaria" británica (esa misma que hoy Blair intenta reeditar mientras apoya la invasión estadounidense), pero sin renunciar a la independencia del Estado árabe que había logrado conquistar. Era difícil que Inglaterra tolerara semejante aspiración. En el espíritu conflictuado de Gertrude Bell pudo más el orgullo por su país que el amor por Irak; quedó al desnudo su costado imperialista y su influencia sobre Faisal pronto se desvaneció.
En 1926 cesaron las funciones de la "reina sin corona de Irak"; se alejó de las intrigas políticas y, reasumiendo su vocación primordial, fundó el Museo Nacional de Arqueología de Bagdad. Solitaria, desdichada y reducida a una amarga pobreza, ese mismo año se suicidó. Tenía 58 años.
El sepulcro de Gertrude Bell, en Bagdad, recibe cada tanto la visita de ciudadanos iraquíes que, más allá de las insondables controversias íntimas que enfrentaron la pasión cultural de esta aventurera con la realidad política, siguen considerándola "una mujer del pueblo". Esos mismos iraquíes hoy miran con desconfianza las gestiones de asistencia externa; barruntan que el negocio de grandes empresas de los viejos y nuevos imperios consiste en balancear con astucia una receta eficaz: primero destruir todo con la industria de la guerra y después movilizar otras industrias, las que aportarán "ayuda humanitaria".




