La historiografía no está en jaque
En las últimas semanas, la creación por decreto nacional del Instituto de Revisionismo Histórico ha reavivado una más antigua polémica entre historiadores profesionales y divulgadores en torno a los usos instrumentales del pasado por parte de actores diversos y en particular del Estado. La polémica tomó estado público desde que se conocieron los detalles del decreto, según el cual la tarea primordial del flamante instituto será rescatar a algunos personajes históricos seleccionados de la sombra a la que los condenó una historiografía "liberal" que sigue vigente hoy, esta vez transmutada en la que se produce en ámbitos académicos.
La reacción de mis colegas no se hizo esperar y, desde la redacción de una primera y enérgica nota de repudio a esa creación, que llevó la firma de cientos de historiadores, siguieron otras tantas participaciones en medios escritos y televisivos, casi tan numerosas como las del principal vocero y presidente del nuevo instituto, el escritor Pacho O'Donnell.
Tres son los argumentos centrales de esta reacción: que los agrupados en el nuevo instituto no son verdaderos historiadores y escriben textos ensayísticos de poca o nula calidad; que el diagnóstico que hace el decreto sobre la producción historiográfica académica es injusto, ya que subestima y caricaturiza la rica y variada agenda de investigación de las últimas décadas, y que el Estado no debería tomar partido ni financiar una visión determinada de la historia, mucho menos una tan sesgada.
Yo quisiera terciar en este debate proponiendo un punto medio, siempre tan aconsejable pero tan difícil de sostener en casi cualquier tema en esta Argentina kirchnerista. No me agradan los fundamentos de creación del Instituto Dorrego y creo que en gran medida constituyen una provocación: no puede achacarse a nosotros, que hemos venido trabajando desde hace casi tres décadas en la revisión crítica de nuestro pasado, basada en los métodos de la historiografía científica, el haber construido ninguna historia única, ni mucho menos "liberal". Tampoco me agrada -aunque no me sorprende- que el Gobierno elija a ciertos escritores amigos para alentar una visión dicotómica y simplista de nuestra historia, que, como con el Indec, nos va a decir ahora cuál es el pasado real frente al que proponen los enemigos del Gobierno o del "pueblo".
Pero tampoco me gustan nuestras defensas. No se trata de pisar todos los palitos que se nos ponen en el camino. A veces es más estratégico callar y dejar que las cosas hablen por sí solas.
Nuestros pataleos no derivarán en que los historiadores amateurs dejen de existir ni en que el Gobierno deje de preferirlos. Por otro lado, si sabemos de sobra, por nuestras investigaciones, que el Estado nunca ha sido una entidad unívoca, que responde a una única racionalidad, ¿por qué iba a serlo ahora entonces? ¿Por qué nos sorprende tanto que a la vez que financie nuestras investigaciones a través del Conicet o la universidad pública, apoye también a estos historiadores "profanos" (en este instituto o en tantos otros similares, que también existen y desde hace mucho tiempo)?
El de los miembros del Instituto Dorrego y el nuestro no son mundos que se toquen. Escribimos cosas muy distintas para públicos distintos y sostenemos visiones del pasado diferentes, fundamentalmente, porque lo abordamos con instrumentos diferentes. Sería algo parecido a los relatos que un poeta y un astrónomo pueden construir sobre las estrellas fugaces: si bien el objeto es el mismo, ¿es necesario que ambos se traben en una guerra de posiciones sobre cuál discurso es el más apropiado, valioso o ajustado a la realidad? ¿Tendrá sentido que el segundo se empecine en demostrarle al primero que éstas no aparecen cuando uno pide un deseo, sino cuando un meteoro atraviesa la atmósfera terrestre?
O'Donnell, así como buena parte de sus colegas del instituto de marras no pertenecen a la comunidad científica de los historiadores, en buena medida porque sus trabajos no pasarían los controles de calidad vigentes (los jurados de concursos, los referatos anónimos de las revistas, las admisiones -y luego las críticas de colegas- en los congresos). Y no hay ninguna razón para ocultar que somos nosotros mismos, los historiadores profesionales de este mundo (porque esto no es cosa de argentinos, sino que son parámetros que funcionan de la misma manera aquí que en México, Francia o Estados Unidos) los que hemos establecido esos controles. Sencillamente así opera el conocimiento científico, como ya analizó Thomas Kuhn en la década de 1960 en su brillante libro La estructura de las revoluciones científicas . Siguiendo las ideas de ese texto, si el señor O'Donnell, ahora desde el nuevo instituto, quisiera plantear un nuevo paradigma para entender la historia argentina, tendrá que hacerlo desde adentro de la corporación (lo cual implica aceptar las reglas de juego) o si no seguir haciendo guerra de guerrillas desde afuera, con sus ensayos y novelas de gran impacto editorial.
Mientras eso no ocurra -y es imposible que ocurra en el corto plazo, porque la tarea historiográfica requiere tiempos largos- no creo que sea la mejor idea seguir discutiendo cada cosa que nos plantea esta historiografía alternativa en ámbitos mediáticos.
Si es cierto que no hay dueños del pasado, habrá que actuar en consecuencia y, armados de una buena dosis de paciencia, seguir viendo cómo mucha más gente de la que nos gustaría consume relatos que nos parecen vulgares, poco serios o directamente equivocados. Nada distinto a lo que nos pasa cuando vemos ciertos programas de televisión.
© La Nacion
El autor, historiador, es investigador del Conicet y profesor de la Universidad Nacional de San Martín