La mancha voraz de la literatura
Hay más de una manera de definir los best sellers. Una descripción válida es la que daba cierto personaje de Niños en el tiempo, uno de los primeros y mejores libros de Ian McEwan: best sellers son esas novelas que se leen para aprender cómo funciona un submarino. La paradoja es que McEwan, sin caer en la pura literatura industrial contra la que apuntaba, también se convirtió con las décadas en vendedor serial.
Las listas de libros del año suelen incluir obras como las del escritor inglés, a las que se señala gracias a su virtuosismo como best sellers de calidad. No explican cómo funciona un submarino, pero sí la doxa, cierto vulgar consenso de los tiempos literarios que corren. A fin de año un lector bien entrenado hizo grandes loas de una novela muy recomendada. Cuando le pregunté qué era lo mejor del libro, argumentó que en una ficción previa la autora se había animado a tocar un tema candente, los agroquímicos, y ahora se aventuraba a explorar los efectos potenciales que la tecnología podría tener en nuestra cotidianidad. Es posible que la literatura de Samanta Schweblin sea mucho más que eso (Distancia de rescate es, bien mirado, un potente relato de terror y Kentukis hace gala, entre otras cosas, de una sólida arquitectura), pero el buen ojo para la actualidad temática, que también favorece visibilidad en los inevitables censos de fin de año, parecía razón suficiente para el elogio.
La literatura, sin embargo, está hecha de muchas cosas: también de no aparecer en ninguna lista. Puede que 2018 sea, por ejemplo, el año en que por fin se empiece a leer a fondo La familia, de Gustavo Ferreyra. Se publicó bastante antes, a fines de 2014, al borde del verano. El desajuste en el calendario y sus casi 600 páginas le garantizaron un seguro período de invisibilidad, aunque también su ambición, que lleva tiempo asimilar. La familia es una novela a contramano, de densidad decimonónica, y tal vez por eso fuera de tiempo. Más que inactual, podría decirse que, sin especulación, inventa su propia necesidad. Si hay algo que ningún lector estaba esperando era la monumental historia generacional de una desquiciada familia argentina que tiene como último representante a un oscuro filósofo argentino. Es el verdadero protagonista, al que en el futuro el mundo reverenciará por haber liquidado conceptualmente lo que se esconde en el título. Suena raro, y está bien que así sea: toda gran novela es una experiencia y solo vale leerla.
La literatura, contra todo, siempre llega a algún lado. Los galardones no importan tanto, pero en 2018 La familia recibió el segundo Premio Nacional de Novela. Los peregrinos del fin del mundo, la nueva, desopilante novela de Ferreyra, en cambio, no figuró en ningún listado. ¿Injusticia? Para nada. Mejor dejarla avanzar como una lenta mancha voraz.