La mujer, protagonista obligada de la crisis
En diciembre de 2001 hizo eclosión la crisis que desde hace décadas padece la Argentina y que se agudizó en los años 90. En ese período, la brecha entre los pocos que se enriquecían y los muchos que se empobrecían se ahondó. Esto se expresó no sólo en el aumento de la desocupación, que a partir de 1995 alcanzó cifras inimaginables para el país, sino también en el deterioro de quienes se mantenían ocupados, con mayor subempleo, disminución de horas semanales de trabajo y consiguiente reducción del salario, aumento de la informalidad peor pagada y sin beneficios sociales y crecimiento de la inestabilidad, con la consiguiente pérdida de las mínimas protecciones.
Esto encontró a las mujeres, invitadas tardías al mundo laboral, mal paradas. No sólo porque estaban incorporadas en menor proporción que los varones en el mercado laboral, sino porque lo estaban en peores condiciones. Ellas reinaban en el trabajo informal, como el servicio doméstico, ocupación inestable por excelencia, mal retribuida y poco protegida, porque deja a la trabajadora sola frente al empleador, desequilibrando aún mas la relación de poder entre ellos, con el consiguiente perjuicio para las trabajadoras.
Por eso, la eclosión final de la crisis, desde diciembre de 2001, asestó un golpe tremendo a la participación laboral de las mujeres, al mismo tiempo que, paradójicamente, intensificó su voluntad de incorporarse al mercado. Por las tradicionales desigualdades de género, que persisten en la sociedad, las mujeres tienen una gran capacidad de adecuación a las inclemencias socioeconómicas.
Se dice: "Las mujeres se adaptan mejor, salen a buscar trabajo y aceptan cualquier condición". Esto parece una ventaja de las mujeres, y coyunturalmente lo es, pero en realidad encubre una gran debilidad. Debilidad que es estructural, porque se basa en la socialización histórica de muchas generaciones de mujeres con muy baja autoestima. Y en ello radica la supuesta ventaja coyuntural de adaptarse y aceptar lo inaceptable para poder asegurar la supervivencia de su familia.
Por eso es que en tiempos de crisis las mujeres tienen un protagonismo tan importante, una desventaja más que añaden a todas las otras. El desafío es cambiar esa cultura de desvalorización de las mujeres para romper el circulo vicioso: desvalorización-sometimiento-pobreza. Porque el principal factor de pobreza de las mujeres es cultural y sobre él se afianzan los otros factores: sociales, económicos, laborales, políticos y sexuales.
Las Naciones Unidas -a través de Conferencias Internacionales y de otros organismos, como la Convención de Eliminación de toda Forma de Discriminación contra la Mujer- promueven la lucha por la igualdad de derechos y posibilidades entre hombres y mujeres. Por ejemplo, se estableció el Día Internacional de la Mujer, no para que les regalen una flor o cualquier objeto a las mujeres, como en el Día de la Madre. Es un día para que la sociedad tome conciencia de que se deben reconocer a las mujeres sus derechos de ciudadanía en todos los campos, único camino posible para superar la pobreza y la marginación.
En la Argentina todavía falta mucho camino por andar. Todavía las diferencias entre mujeres y varones son muchas, y eso es sexismo. Mientras el sexismo continúe tan presente en nuestra sociedad, las mujeres serán las víctimas preferidas del sida, del abuso sexual y de las violaciones, de la pobreza y la exclusión. Y el origen común del sexismo es el autoritarismo y la violencia. La guerra preventiva, esta nueva locura de algunos poderosos, encubre las mismas actitudes que en lo familiar y en la relación de las parejas producen el abuso sexual de niñas y mujeres adolescentes, el sometimiento y las violaciones de todo tipo.
Si no erradicamos el sexismo seguiremos expuestos a aventuras violentas, a iniciativas que van desde la violencia doméstica hasta las guerras mundiales. No es casual que quienes se empecinan en la guerra preventiva sean los mismos que pretenden que la prevención del sida en los adolescentes y jóvenes se concrete con la abstinencia sexual hasta el matrimonio. O quienes para defender la vida atentan contra el personal de los centros asistenciales que atienden a las mujeres que interrumpen voluntariamente embarazos no posibles en los Estados en los que el aborto está permitido por ley.
El sexismo es también una manifestación de autoritarismo e intolerancia, ambos opuestos a la paz y al desarrollo. Es necesario comprender esto para orientar nuestros esfuerzos a promover la igualdad de mujeres y hombres, acabando con el sexismo y promoviendo la paz, la tolerancia y el desarrollo. Este es el compromiso de quienes creemos que hoy más que nunca se necesita una democracia sólida para evitar todo atisbo de autoritarismo y lograr el imperio de la tolerancia, el respeto por la diversidad y el pluralismo. La democracia, al igual que la paz, empieza en la casa y sigue en la sociedad.