La política de la humillación
Ella no conoce otro método. Pero en sus manos la humillación es un arma muy efectiva porque no proviene del cálculo, sino de una necesidad psicológica que ella ha convertido en herramienta política. Le reporta un doble beneficio: el gesto de rebajar al otro la confirma en una posición de superioridad, al tiempo que refuerza el vínculo enfermizo del sometimiento. Ese vínculo, para ella, es poder.
Barones de conurbano, sindicalistas de piel dura, gobernadores feudales, empresarios curtidos, machos alfa del peronismo, todos han bajado la cabeza. Un poco por conveniencia, ya que comiendo de su mano mantenían o acrecentaban los privilegios del poder, pero en mayor medida por un miedo irracional que los llevaba a aplaudir mecánicamente sus discursos, a festejar sus ocurrencias, a nunca señalarle un error, a no contradecirla, a escucharla como si fuera un oráculo, a inclinarse solícitos ante sus deseos. Así, con esa actitud, sellaban el círculo de la humillación. Y profundizaban el sometimiento.
Detrás de esa necesidad de humillar parece haber un resentimiento que quizá provenga del hecho de sentirse o haberse sentido menos. Sin embargo, convertido en principio activo a fuerza de voluntad, ese resentimiento le provee la energía suficiente para hacer aquello que la hace sentirse más. Ella necesita sentirse más. Siempre. Satisfacer ese sentimiento implica renunciar a la empatía con el otro, que queda reducido a mero instrumento de esa agobiante e insaciable necesidad. Esa pulsión no perdona ni a los suyos, incluidos los colaboradores más cercanos, que son humillados aun cuando le rinden pleitesía y la sirven de manera incondicional. Y la domina a tal punto que se entrega a ella, en arrebatos autodestructivos, incluso cuando un análisis frío le diría que no le conviene hacerlo. A veces lo que te hace fuerte es lo que te destruye.
"Lo insólito es que, en su debilidad, el Presidente siempre fue a buscar amparo en la persona que no ha hecho otra cosa que esmerilarlo"
Este patrón de conducta, que proyecta sobre la sociedad un modelo de relación violenta, ha marcado a todos los gobiernos kirchneristas, pero se expresa con mayor claridad en el actual. El vínculo que une a la vicepresidenta con el Presidente, viciado desde el comienzo, derivó en una suerte de sadomasoquismo político que no solo le hizo pagar altos costos a los que ocupaban los roles de dominante y dominado sino también, y especialmente, al país.
Cristina Kirchner esperaba que Alberto Fernández, con el poder vicario que ella misma le transmitía, hiciera lo necesario para cerrar las múltiples causas por corrupción que se le siguen en la Justicia. Para lograr ese fin perverso se necesita una cuota de poder considerable y ella lo sabe. El Presidente la obtuvo cuando, al principio de la pandemia, se puso al frente de una mesa de diálogo integrada también por el jefe de Gobierno porteño y el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Ese 80% de imagen positiva que tenía por entonces le daba más posibilidades de neutralizar la prueba abrumadora que los jueces han reunido contra ella. Sin embargo, cuando la sociedad premiaba el consenso y el Presidente vivía sus cinco minutos de gloria, Cristina lo empujó a la polarización y a una serie de decisiones descabelladas que minaron rápidamente la popularidad de Fernández, para después someterlo a ataques y humillaciones periódicas. Es decir, ella pinchó el bote que había inflado para cruzar el río. Y en medio de la travesía.
Por su lado el Presidente, que quiso usar y fue usado, nunca se atrevió a dejar el rol que le asignaron en la relación. Pudo haberse emancipado en ese momento en que, haciendo lo correcto, empezaba a obtener reconocimiento popular y una cuota propia de poder. Pero no lo hizo. Tal vez lo paralizara ese temor reverencial que paraliza a todos y apostó en vano a la racionalidad de la vicepresidenta. Un error, porque en esa sociedad asimétrica que conformaron, por más cínico que haya sido el pacto no escrito entre ambos, hay condicionantes que pesan mucho más que el mero cálculo. En cualquier caso, lo insólito es que, en su debilidad, el Presidente siempre fue a buscar amparo en la persona que desde el principio no ha hecho otra cosa que esmerilarlo.
En esta deriva alienada, el ataque que la vicepresidenta le dedicó el miércoles durante su discurso frente a los parlamentarios europeos y de la región no sorprende. En una nueva humillación, lo pintó a Fernández con los atributos del mando, pero sin poder. La pelea matrimonial ya se despliega sin tapujos ante las visitas en un “espectáculo bochornoso”, según calificó después un grupo de eurodiputados. Uno de los temas a discutir en el encuentro era el discurso del odio. Se llevaron una muestra gratis. Convenientemente distribuidos en el CCK, los fieles celebraron enfervorizados los mohines y sobreentendidos con que Cristina Kirchner ridiculizó al Presidente. Ante los ojos del mundo, perdidos en la embriaguez de su propio rito, la suma sacerdotisa y sus acólitos se entregaron a esa épica vacía cuya efervescencia esconde, cada vez con mayor dificultad, la realidad de un país saqueado y hoy sin rumbo que se debate entre el pasado y el futuro.
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