
La reversión en la calidad democrática
El respetado “Índice de democracia” de la Unidad de Inteligencia de The Economist (EIU) registró en 2024 un nuevo retroceso alcanzando su nivel más bajo desde su creación, en 2006. La puntuación promedio cayó de 5,23 (en 2023) a 5,17. Solo el 45% de la población mundial vive en democracia, mientras que el 39% soporta autoritarismo y el 15% habita sistemas híbridos (que combinan elementos democráticos con tendencias autoritarias). Apenas 25 países fueron clasificados como “democracias plenas”, mientras que 46 son “democracias defectuosas”.
A inicios del siglo XX, el alemán Max Weber (1864-1920), uno de los últimos grandes pensadores de la historia y fundador de la sociología moderna (junto con Auguste Comte y Émile Durkheim) explicó en Economía y sociedad que existen tres tipos de autoridad: la tradicional (basada en la obediencia por costumbre o tradición), la carismática (surgida del atractivo personal del líder, que logra la adhesión en base a condiciones personales –se le obedece a alguien porque se le cree–) y la burocrática, racional o legal (apoyada en un sistema de normas que se respetan y sobre cuya base se designa a la autoridad que, de tal modo, es colocada como autoridad por ese sistema). Weber entendió que la evolución de las organizaciones permitió llegar a la forma superior de autoridad, que es la legal o racional. Las sociedades en general evolucionan desde las autoridades tradicionales y carismáticas (incluso previas temporalmente) hasta las más racionales y legales. La democracia plena se identifica con esta.
Esa autoridad legal tiene dos facetas: sobre el acceso al poder (procedimientos de selección de la autoridad) y sobre el ejercicio del poder (cumpliendo con normas en un proceso de “juridización” del mandato político). Los sistemas de organización política occidentales tomaron, en su mayoría, este modelo (racional). Pero ya en el primer cuarto del siglo XXI el mundo está viviendo un cambio sustancial. Y lo notable es que ese cambio está ocurriendo “desde abajo”: en numerosos países los índices de descontento popular han crecido y muchas personas se rebelan contra los sistemas en los que viven (paradójicamente, mientras en el mundo el índice de pobreza cae lustro a lustro y 150 millones de personas han salido de la pobreza en 15 años).
Desde la proliferación de manifestaciones que hace un tiempo vimos en varias ciudades influir críticamente en la política (desde Santiago hasta París); pasando por rupturas en instituciones internacionales (desde la parálisis de la Organización Mundial de Comercio hasta el Brexit); siguiendo por la mutación de los sistemas políticos en numerosos países (que han abandonado el institucionalismo para moverse hacia un híbrido “providencialismo” en el que prevalecen líderes fuertes que friccionan instituciones); pasando por cuestionados ejercicios de violencia armada (internos e internacionales) de diverso tipo; incluyendo la amnesia sobre las garantías individuales ejercida durante la última pandemia; añadiendo la emergencia de la reciente guerra arancelaria internacional y llegando al desconocimiento del derecho de propiedad en países donde se impide actuar a empresas simplemente por el origen nacional que tienen; buena parte del mundo –otrora “racional-burocrático”– parece estar descendiendo hacia una organización basada en el poder de líderes que bajan desde el escalón superior del poder “legal” y se entremezclan con componentes crecientes del (inferior) “carismático”.
Sin embargo, lo referido no ocurre en el vacío. Este proceso está acompañado de cinco circunstancias simultáneas. En primer lugar, vivimos un proceso integral (no solo político) de desmediatización institucional: los “medios” (leyes, organizaciones, procedimientos, protocolos) hacían de filtro, diafragma o catalizador, pero las tecnologías de la comunicación (globales) nos han acercado entre nosotros hasta desmediatizarnos (y conforman una nueva sociología: las personas hoy pertenecen a grupos virtuales más que geográficos, se acercan entre sí por coincidencias emocionales o pragmáticas o culturales más que ideológicas, y son más globales que nunca ya que la nueva faz de la globalización –después de las anteriores que fueron impulsadas por las empresas, las tecnologías y la información– es la de las personas conectadas con quien sea donde sea).
En segundo lugar, muchos de estos fenómenos están dividiendo a las sociedades, que han dejado de ser colectivos contenidos dentro de un sistema político y han pasado a ser mosaicos de sectores diversos que desconfían unos de otros: el Estado nacional ya no une como antes porque la autoridad (que proviene de algunos –aunque sea la mayoría–) prevalece particularizando. En tercer término, este modelo de autoridad carismática (más que burocrático-racional) se impone no solo en la política: también líderes empresariales, sociales o culturales toman el modelo (y los más exitosos son los más disruptivos). En cuarto lugar, vivimos una nueva era de la ansiedad inmediatista, que resulta ser un aliado esencial en este proceso. Y, en quinto término, la idea de la autoridad generalista representativa para la administración de los asuntos públicos está siendo sustituida por la de autoridades particularistas dirigidas a algunos objetivos específicos (inmigración, empobrecimiento, delincuencia, conflictos) y no ya a la administración general. Así, el cambio parece ser más profundo y complejo que el mero desprecio por algunas normas políticas. Y si casi todo cambia, la política también lo hace. Incómodamente.
Especialista en negocios internacionales, profesor universitario





