La trampa de la discordia
No es nuevo el entusiasmo argentino por los abismos que separan, por las grietas que atrincheran posiciones y por las fisuras que evitan acercamientos. El siglo XIX fue elocuente en este sentido con él accidentado y costoso proceso de guerra civil y luchas intestinas que comenzó a resolverse con la sanción constitucional de 1853 y se fue dejando atrás con la construcción estatal roquista, a partir de 1880.
Pronto en el tiempo, no fue solo el yrigoyenismo quién generó amores y odios, dado que la figura de Perón los exacerbó al extremo, convirtiendo al siglo XX en una arena de lucha agudizada por las interrupciones militares, cortos procesos de democracias encorsetadas y el inicio de la noche más oscura en 1976.
El año 1983 renovó esperanzas y hasta el final del siglo XX existieron, no sin dificultades, formas de diálogo político. Para muestra, algunos ejemplos: uno, Antonio Cafiero en el palco junto al Presidente Alfonsín en la Semana Santa de 1987, exhibiendo unidad ante el asalto carapintada. Otro, la firma de los acuerdos previos a la reforma constitucional de 1994 entre radicales y peronistas. Discutidos o cuestionados hasta el hartazgo, estos hechos son innegables momentos en los que los principales líderes pudieron sentarse a conversar, ceder posiciones, acordar, sostener procesos y elucubrar mejoras para el sistema político.
El amanecer del milenio en curso trajo nuevamente la vieja pasión por la división que creció casi en paralelo a la agudización del drama social y económico del país.
Es cierto que a uno y otro lado de esa tajante fisura se encuentran visiones disímiles de lo que la Argentina debería ser. Es real que las diferencias se acentúan en los grupos más ideologizados de uno y otro polo, como también que hay una mayoritaria ciudadanía ajena o indiferente a ambos extremos de esas pasiones excluyentes. Ese grupo parece más práctico a la vez que volátil en su modo de votar y más moderado en sus posiciones. La evolución del sufragio con sus cambios de mayorías lo ilustra bien. Pero no es sensato pensar que quienes integran ese nutrido tándem del medio no posean ideas a nivel individual o colectivo. Las tienen en mayor o menor medida según el tema o el contexto, pero su nivel de ideologización es más bajo y no llega a los niveles de negación de otras concepciones que se observa en el porcentaje que forma parte de los extremos de desmesura.
La radicalización de la denominada grieta, su agudización adrede por algunos sectores es innegable a la vez que peligrosa, dado que alimenta la cultura de anulación de quienes piensan distinto y mina, de esta manera, las bases del sistema democrático, que es plural por excelencia.
Es imprescindible fortalecer una sociedad abierta, multicultural e inclusiva, en donde un conjunto de reglas comunes y aceptadas sostengan y le den forma a la convivencia. Asediar negativamente las bases de la continua y frágil construcción de una sociedad diversa fogoneando las divisiones y exacerbando el clima político no contribuye a ese fin.
¿Podremos vivir juntos? se preguntaba Alain Touraine hace unas décadas cuando era cada vez más evidente la conformación de sociedades más complejas en el marco de una creciente globalización económico-cultural, con mercados internacionales más determinantes en las realidades domésticas.
Económicamente en crisis y agudamente divididos por cuestiones políticas, inmersos en una realidad global en donde nuestra influencia es mínima, la pregunta del francés es también pertinente para la Argentina. Interrogante encadenado a otros también relevantes: ¿cuánto tiempo seguiremos apostando al mal negocio de la grieta? ¿en qué medida ese mal negocio impide la solución de los verdaderos problemas argentinos? ¿está preparada la dirigencia argentina para salir de la trampa de la discordia? Preguntas que buscan respuestas en un nublado panorama político.




