Las convicciones religiosas no deben imponerse a toda la sociedad
La despenalización del aborto, cuya discusión ha adquirido contornos casi excluyentes en la agenda pública de los últimos tiempos, parece haber ingresado en un punto muerto. Como siempre que está en discusión una cuestión de naturaleza religiosa, sea esta el control de la natalidad, el uso de anticonceptivos, la eutanasia o la pena de muerte, las argumentaciones giran en círculos concéntricos partiendo de universos distintos, sin puntos de contacto que puedan ofrecer alguna oportunidad de conciliación.
Las razones que sustentan quienes se manifiestan contrarios a su despenalización parten de la convicción de que la vida comienza con la fecundación y que el embrión es, en consecuencia, un ser humano cuya existencia compete solamente a la voluntad de Dios. Su eliminación transgrede uno de los mandamientos de la Iglesia.
Para quienes adhieren a la necesidad de despenalizarlo, el aborto es una realidad incorporada a la vida moderna y se trata simplemente de evitar que el uso de procedimientos clandestinos siga provocando la muerte de aquellas personas que no están en condiciones de recurrir a centros de asistencia de nivel adecuado.
Es inútil discutir la validez de una argumentación basada en una creencia religiosa. Pero, si bien es incuestionable que la vida de un nuevo ser comienza a partir de la fecundación de un óvulo, es indudable que los sentimientos que despierta la existencia de un embrión no son los mismos que los que genera una persona, es una forma de decir, a partir del alumbramiento.
El parto es un hecho biológico que desencadena una serie de mecanismos instintivos y sentimientos de ternura o de amor entre madre e hijo de una gran intensidad. Difícilmente puedan asimilarse estas sensaciones a las que pueda generar un embrión en la etapa de embarazo.
En una república democrática, las leyes en general, y las penales en particular, tienen relación con el nivel de aceptación o rechazo que genera determinada conducta humana. Si hacemos abstracción de una parte del mundo religioso, el aborto no genera rechazo en la sociedad, que tiende a considerarlo un acto privado que debe estar fuera del marco de las acciones punibles. De hecho, una considerable cantidad de países que en conjunto probablemente contengan a la mayoría de la población mundial no lo considera un delito.
En cambio, en un Estado teocrático, la supremacía absoluta corresponde al dogma religioso. Es lo que ocurre en los Estados islámicos, en donde el Corán está por encima de cualquier norma legal dictada por el Parlamento y el gobierno está constituido directamente por clérigos musulmanes o por civiles supeditados a la aprobación de aquellos.
Las relaciones entre el poder civil y el religioso, así como entre el conocimiento científico y las verdades reveladas, no han sido, por cierto, pacíficas. Determinar cuál es el ámbito y los límites que separan a unos y otros ha producido innumerables conflictos en la historia de la humanidad.
En el pasado, las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies provocaron cuestionamientos del cristianismo en cuanto ponían en duda sus propias versiones de la creación. En la actualidad, otras cuestiones suscitan controversia. Por caso, los Testigos de Jehová se oponen a la transfusión de sangre, aun cuando pueda ser indispensable para salvar una vida. Con algunas vacilaciones, la Justicia argentina y la de otros países han terminado por admitir el derecho de una persona a rechazar un tratamiento que involucra su propio cuerpo y que contraría sus convicciones, cualquiera que fueren sus consecuencias.
El punto a considerar se plantearía ante la eventualidad de que, ya sea por crecimiento en el número de sus fieles o en su influencia, los Testigos de Jehová estuvieran en posición, no solamente de prohibir las transfusiones de sangre para toda la sociedad sino, además, de establecer que los médicos que las practicaran o los pacientes que las recibieran fueran pasibles de sanciones penales.
El aborto es contrario a los principios y al dogma de varias iglesias, incluso de la que es dominante en nuestro país, la Católica, Apostólica y Romana. Ninguna persona que se sintiera parte de ella podría consentirlo o practicarlo sin cometer un grave pecado. La misión evangelizadora de sus sacerdotes y creyentes incluye el compromiso de predicar para convertir a los escépticos y evitar su uso y propagación.
Una ley que despenalice el aborto no eximiría, por cierto, a sus feligreses del cumplimiento de sus obligaciones religiosas, entre ellas, la prohibición de practicarlo.
Su poder sobre una parte de la sociedad es incuestionable. Sin el apoyo o, por lo menos, la neutralidad de una parte del mundo cristiano, es improbable que se apruebe una ley que despenalice el aborto. Y si ello ocurriera a pesar de su oposición masiva, no sería lo mejor para la relación respetuosa dentro de una sociedad madura.
Pero los católicos argentinos prestarían un gran servicio al país, a la convivencia democrática y posiblemente a sí mismos si, en nombre de la tolerancia hacia quienes profesen principios o ideas que les son ajenas e incluso hostiles, se negaran a convalidar toda norma que implique extender por la fuerza legal a los no creyentes o a miembros de otras confesiones conductas que son inherentes al mundo íntimo de sus propias convicciones.
Periodista. Abogado. Exdirector del diario Río Negro