Nosotros y las máscaras
La semana pasada fui a la peluquería y salí con ganas de llorar. Había buscado una foto de una chica en internet que tenía el pelo justo como quería, se la mostré al peluquero, me cortó, me miré al espejo, me angustié: a mí el cabello corto y el flequillo a mitad de frente no me lucían como a ella, no me hacían más relajada. Después llegué a casa y mi novio me dijo que me quedaba bien, fui a cenar con una amiga que me juró que era cuestión de acostumbrarse, vine al diario a trabajar y una compañera se quedó encantada con la onda que tenía y me crucé con gente que no se dio cuenta de que tenía algo distinto.
Entonces me puse a reflexionar en cómo me veía yo. ¿Con cuál de todas esas versiones me identificaba? Y por algo o por eso recordé a mi terapeuta, que dice que soy valiente pese a que la mayoría de las veces me siento una cobarde. Y también a mi abuela, que cuando salía con mis amigas me miraba maravillada, como sorprendida por una belleza que solo ella veía en mí. A mi sobrino de 9 años, que una tarde me dijo vieja y yo acá, sintiéndome todavía tan joven.
Entonces me acordé del autor italiano Luigi Pirandello, que escribía hermoso y planteaba en sus obras que las personas tenemos máscaras, somos máscaras, ensimismadas, todas juntas, sin nada debajo. Somos uno, ninguno, cien mil. Bellos y asquerosos y sabios y nefastos y esbeltos y necios y altos y obesos y amantes y amados. Somos maestros, somos novatos, somos miserables y somos los indicados. Todos. Nadie.
Seguí pensando y me pregunté si sabemos que somos muchos. Hijos para nuestros padres, tíos para nuestros sobrinos, empleados para nuestros jefes, molestos para nuestros hijos, fuertes para una amiga que nos conoce bien y tan frágiles para el amor. Me pregunté si Pirandello también quiso decir que de esas tantas máscaras solo agarramos la que nos conviene cuando nos conviene. Para vestirla nosotros o para ponérsela a los demás.
Y de pronto, no sé bien cómo pero seguro con causa, llegué a la charla que surgió el otro día en la redacción luego de la noticia de un femicidio en Ecuador (un hombre nacido en Venezuela que asesinó a su novia embarazada frente a la Policía), que había provocado que el presidente Lenín Moreno anunciara el recrudecimiento de los controles inmigratorios y que un grupo de nacionales saliera con enojo desquiciado a golpear hasta sangrar a todo venezolano que se cruzara, en una especie de venganza popular a lo Fuenteovejuna. Nos cuestionábamos qué sentido tenía la violencia pero también por qué había sido direccionada a los venezolanos y no a los hombres. Por qué habían elegido atacar su condición de extranjero y no su género. Por qué esa máscara y no otra. ¿Qué había detrás?
Y entonces no pude evitar rumiar el tema de los inmigrantes. En las veces en que son los bolivianos o los paraguayos o los peruanos que no se quedan en sus países y vienen a buscar trabajo y en las otras que son solo un joven con sueños que en su pueblo no puede conseguir y viaja porque quiere más. O una madre que viene sola y triste a buscar dinero para alimentar a sus hijos. O una psicóloga que se muda a miles de kilómetros de donde nació para poder comprarle a su padre las medicinas que precisa.
Volví a las máscaras. Pensé que quizás nos las ponemos para sobrevivir, para soportar ese dolor que siempre está. Pensé que quizás se las ponemos a los demás para eso, para no escarbar y encontrar más sufrimiento, para resistir, para no estar tristes, para no caer rendidos, para olvidar un poco la muerte. Pensé que quizás sacamos del montón y elegimos. Con prudencia. Con egoísmo. Con amor. Con libertad. Con rabia. Con miedo. Con errores. A veces sin razón.