Mensaje a la carta
No recuerdo si el recuerdo es de mi primer año en la secundaria o del segundo. Sí puedo decir con exactitud en qué aula del colegio estaba (la última antes del kiosco) y cuál era mi banco. Daba justo contra la pared, en la hilera del lado izquierdo del salón. Sentada, encima del pupitre, tenía un ejemplar tapa negra de Drácula, la novela de Bram Stoker, y la profesora de literatura, alta, flaca, con el rostro demasiado maquillado en colores para una mañana del conurbano bonaerense (o quizá justo lo contrario, quizá lo esperable) aún no había llegado así que yo seguía leyendo, porque quería saber más de ese amor entre ella, Mina, y él, Jonathan, y eso otro, el vampiro. Y porque estaba escrito en cartas. A mí siempre me gustaron las cartas y desde esa época disfruto de los libros en cartas, de las historias epistolares como esta o como aquella del verano de 1926, un ida y vuelta entre los escritores Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke.
Pero hace años ya que no me llegan cartas. Internet cambió tanto tantas cosas y entre esas cosas las cartas, la forma más económica de comunicarse, antes, a la distancia. Cuando era chica, recibía cartas todo el tiempo, un poco sin sentido, porque me las mandaban mis amigas que me tenían cerca y que tampoco tenían mucho para decirme, cuánto se puede saber a los 13 años, y sin embargo nos escribíamos un montón. Como fetichistas. Yo escribía muchísimo. Había algo en esa tenencia, en la materialidad del mensaje, una avaricia. Incluso una vez le escribí una carta a Diego Torres. Qué vergüenza. Fui tan fanática de sus canciones, de él, aún lo soy, y la desesperación adolescente por un ídolo, que no sé de dónde viene, que no logro entender hoy, a mis 37, por qué tanta euforia por alguien a quien no conozco, me hizo sentar una tarde en uno de los sillones de pana clarita, como dorada, del departamento en que me crie y comenzar a escribir quién sabe cuántas cursilerías, unos días antes de que él se presentara en el teatro Maipo de la ciudad y yo tuviera un asiento en la primera fila, perfecto para lanzar desde allí mi mensaje, mi amor, y que al menos le rozara los pies.
Tampoco tengo cartas de mi novio. O sí, pero si tengo debe ser solo una y seguro triste. Debe ser de aquel tiempo en que nos separamos por años, por jóvenes, porque las cartas también son ese espacio en que se dice lo que importa, bueno o malo. ¿Qué será que sucede ahora?
Si las pienso, las extraño, me hacen falta. Por lo que dicen y por lo que no, por lo que significan aparte. La palabra escrita, impresa, eternizada en papel es un compromiso o una prueba o una declamación, firme, segura, constante de algo que en breve puede morir, partir, irse, pero que en el momento en que fue escrito lo fue con convencimiento y con la idea, quizá, seguro, errónea, de la eternidad. Escribo y pienso que esta puede ser razón del abandono, que no escribimos tanto en papel porque si lo hacemos, no tenemos forma de negarlo. Y hoy no sé cuán convencidos estamos de algo o de todo o de lo que sea. Cada vez hablamos menos y mandamos más imágenes o emoticones que esquivan un poco el propósito porque quién no tuvo alguna vez un entredicho cualquiera por un par de mensajes en chat que no fueron tan simples o directos como una charla, por ejemplo por teléfono, con su tono, su ritmo, su melodía. Y cuando escribimos mandamos mails pero los mails no se pueden tocar con las manos, no tienen la identidad de la letra manuscrita, de eso que perdura como propio, la huella, de eso que aparece allí y por estar es real y existe y no se puede borrar en el aire. Como tampoco el tiempo, que avanza y pasa pero deja marcas y mancha, como la tinta. Y hoy no deseamos que las cosas duren. Queremos cambiar. Necesitamos cambiar.