
Método bonsái
Por Orlando Barone
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HACE unos años, Felipe González, en su visita a Japón, pidió recorrer los jardines Mansei, en Omiya, al norte de Tokio, donde se encuentra el bonsái más antiguo de Japón: un enebro de siglos. La inclinación del político español por ese arte milenario oriental que se remonta al siglo XII, la compartía a principios de los años noventa con el presidente de Austria, Kurt Waldheim, y con los ex primeros ministros japoneses Yasuhiro Nakasone y Noboru Takeshita, poseedores de sendas colecciones de jardines de bonsáis. El inglés sir Charles Isham, a mediados del siglo pasado, había creado el jardín más pequeño del mundo: el jardín para gnomos que se encontraba en Lamport Hall y crecía sobre un lecho de piedrecillas. La familia imperial japonesa posee en su palacio más de quinientas variedades de bonsáis.
Fernando de la Rúa también los cultiva: es su hobby en la chacra que posee en Pilar. Se trata de un arte originario de China pero consagrado en Japón, que refleja el pensamiento budista de recrear los elementos del mundo en miniatura y que consiste en producir árboles enanos. Estos ejemplares tienen igual constitución vegetal que en su versión original, pero en proporciones significativamente más pequeñas. Miden entre treinta y setenta centímetros de alto, sus copas tienen el volumen de un plumero o de un hongo, y sus hojas son tan pequeñas que las desborda una gota de rocío.
¿Por qué un hombre decide enanizar la naturaleza? Es un misterio. Y también una incógnita. La paciencia que se necesita para crear un bonsái es aún menos extraña que la obsesiva tortuosidad de empequeñecer algo que la naturaleza ha creado. Pero los orientales antiguamente les vendaban los pies a sus niñas para que, impedidos éstos de crecer, les quedaran pequeños y ellas caminaran con gracia dando saltitos. Los jíbaros, tan delicados, lograron la reducción de la cabeza humana hasta el tamaño de una pelota de béisbol. Eso sí, la práctica la desarrollaron con sus enemigos.
Ya la Argentina tuvo al precursor de los caballos gnomos, el criador Julio Falabella, que antes de morir había logrado producir una yegua que medía 38 centímetros y pesaba sólo 12 kilos. ¿Para qué sirve un caballito tan mínimo sino para decorar la incontrolable imaginación humana?
La economía de esta última parte del siglo también aplicó, con angurria, el arte bonsái a la sociedad humana.
Mediante podas y castraciones de suma eficacia se logró un fenómeno de jardinería planetaria realmente paradójico: por un lado se acentuó la cada vez más copiosa e incesante reproducción de bonsáis humanos reducidos a la miniatura de la supervivencia, a la vez que permitió potenciar el feroz crecimiento de una minoría de hipergigantes. De estos últimos, en la Argentina hay algunos ejemplares sorprendentes y otros prófugos.
El arte de los auténticos bonsáis -palabra que quiere decir "plantado en una bandeja"- nace del criterio de limitar, detener el desarrollo del árbol.
Esto se obtiene a través de semillas, gajos o injertos, y mediante la castración de sus raíces se limita la acción de la hormona de crecimiento: la uxexina. Después de las castraciones las plantas deben permanecer en la oscuridad: sólo unas pocas sobreviven este procedimiento.
Es de esperar que el presidente electo no aplique esta inclinación sino en muy determinadas circunstancias. Así como el sistema sería conveniente para tratar de reducir la deuda externa, el desempleo y la concentración económica, sería muy inconveniente aplicarlo en rubros ya oportunamente enanizados como la ética, la educación y la justicia. En cuanto al provecho que el culto bonsái podría sacarles a los que aspiran a ser los nuevos funcionarios, sería enanizarles la codicia. Si se hubiera aplicado el sistema bonsái a la administración saliente, es probable que tantos palacios construidos con gigantismo insaciable serían hoy insignificantes departamentitos de un ambiente.
El pensamiento político de la época también ha padecido esta clase de reduccionismo: últimamente afloran ideologías tan bonsáis que abarcan apenas hasta el límite de una cartuchera. A medida que la violencia se agranda el pavor castra cualquier alternativa de grandeza filosófica y empequeñece las acciones al tamaño de la venganza.
Hace un tiempo, Jean Chalon advertía, en el diario Le Figaro, acerca de los peligros que acarreaba la afición bonsái a sus devotos: "La bonsaimanía se convierte en una manía galopante a la que es difícil escapar. A partir del momento en que el árbol enano desde una maceta ejerce su influencia, el propietario no es quien lo cultiva sino al revés: el amo pasa a ser el bonsái".
Este vínculo entre la planta y su creador suele ser indesoldable. La paciente atención que requiere el bonsái, la morosa quietud de su insignificancia se aprietan en un ámbito de complicidad mutua. Obra como un sedante más eficaz que sentarse en la última fila de una conferencia y dejarse invadir por la modorra balanceándose en la silla. En esa levedad, en la cual la velocidad del tiempo real es ignorada y detenida, es probable que De la Rúa haya adquirido su ya reconocido carácter letárgico. El que tanto hace sufrir a los medios y a los operadores, que le exigen apurar la frecuencia de sus decisiones sin comprender que "La paciencia cosecha la paz, y la precipitación el pesar", según reza el proverbio oriental. Y que, como decía en Desde el jardín el jardinero Gardiner: "...Si uno siente amor por su jardín no le importa trabajar en él y esperar hasta que florezca..." En esta sabiduría de la espera se entrenan los jardineros de bonsái.

