
Mi falta de talento para escribir con letra cursiva, bien dibujada
Una cosa que siempre lamenté fue mi incapacidad de escribir con una letra cursiva clara y hermosa. A pesar de haber concurrido en la escuela secundaria durante dos años a las clases de una materia que tenía poca carga horaria, "Caligrafía", no pude dejar de escribir con letras rápidas y quebradizas. Mis compañeras, cuándo no, entregaban los trabajos prácticos embellecidos con unas formas que no eran de este mundo- Durante dos horas por semana copiábamos fragmentos del Quijote o de La vida es sueño en unas hojas gruesas con renglones similares a pentagramas. (“Dibujamos el idioma” como se dice en un poema de Alejandra Correa.) Eso facilitaba medir la letra, que así parecía atrapada en un alambrado. La escritura es un marco.
Esos dos años estuve a punto de reprobar la materia, dictada sin embargo por una profesora comprensiva. Comprábamos plumas y frascos de tinta para ensayar las cualidades de las letras en el papel grueso y rayado; en mis entregas, pese a los esfuerzos, sobraban las gotas de tinta como imborrables astros azules. En parte, me atormentaba el doble sentido de una expresión tan común y corriente que se repite hasta hoy dentro y fuera de colegios: "Hacer buena letra". Por un lado, con esa frase se referían a mantener buena conducta, que en aquellos años de escolarización estaba asociada con cierta forma de la aprobación social (como con las letras cursivas, tampoco se me daba tan bien). Por otro, se usaba para indicar que había que escribir con prolijidad y, si fuera posible, también con estilo.
Padecí la falta de talento para hacer buena letra cuando me tocó dar clases. No había día en que no escuchara la misma pregunta: "Profe, ¿qué dice ahí?", seguida en general por un tajante "No se entiende". En esos casos observaba de frente el pizarrón, como cuando se mira a un desconocido que de improviso hace una pregunta en la calle o en el colectivo en un idioma que ignoramos. Me apiadaba de mi propia letra escrita con tiza.
Pero, como se suele decir, lo cortés no quita lo valiente. Traté de convertir entonces la necesidad en virtud, que se convirtió apenas en una virtud admirativa. Comencé a observar con fascinación las letras de compañeros de estudio y de trabajo, de alumnas aplicadas y de familiares. Me maravillaba la definición en las patitas de una a, así como la simetría de una B larga mayúscula, la redondez de oes o el zigzag fluido de las zetas. Tardaba horas en corregir los trabajos prácticos.
Una expresión tan usada en la escuela como era “familia de palabras” se usaba para explicar derivaciones léxicas, aunque tenía (como aquel reclamo de “hacer buena letra”) ecos asociados a la letra ajena. Se despegaban las formas de los sentidos, e incluso el carácter de las letras (porque las letras habían pasado a tener carácter) contradecía los significados o los deformaba cómicamente. Un mensaje anodino en un Post-It poseía mucha profundidad si estaba escrito con buena letra; el ejemplo más vulgar de una oración bimembre adquiría realce supremo si las letras así lo disponían, e incluso las respuestas de un sencillo cuestionario sobre poemas del Siglo de Oro eran más convincentes cuando las letras manuscritas, como había escrito Góngora, se asemejaban al “secreto archivo de Dios”, que imaginaba en una angelical letra cursiva.





