Bailando se cura el alma
Si tuviera que ponerle un hashtag a estos últimos días, ese hashtag sería #Baile. En parte, porque el fin de semana pasado me invitaron a participar de Mover la lengua, un evento que organizan la bailarina Martina Kogan y la psicóloga y escritora Maga Cervellera. Son dos artistas jóvenes, emergentes, que incursionan en la gestión cultural con este ciclo maravilloso y original que, bajo la consigna "se puede bailar cualquier cosa", convoca a poetas, bailarines y escritores. Es una especie de jam de danza contemporánea, donde los bailarines no improvisan a partir de música sino de textos que leen los invitados y también sobre audios, famosos, virales y bastante bizarros (el tristemente célebre diálogo de Mirtha Legrand con el diseñador Roberto Piazza, algún tutorial de YouTube, algún mensaje delirante) que dispara el DJ y productor San Ignacio. Martina, de hecho, había creado una coreografía a partir de un relato de Víctor Hugo Morales. "Me pregunto si en todas las cosas hay danza y si cualquier sonido es música. Me pregunto sobre la identidad, sobre lo que elegimos y sobre el origen del movimiento: ¿bailamos porque hay sonido o bailaríamos igual si no existiera la música? ¿Cuándo aprendemos a bailar? ¿Cuándo dejamos de bailar?", declaró en una entrevista de hace unos años. La sede de Mover la lengua es itinerante y, en esta oportunidad, la celebración fue en el Hall Alfredo Alcón del Teatro San Martín.
En estos últimos días, también, entró en restauración la Fuente de los bailarines, esa emblemática estatua que inmortaliza a José Neglia y Norma Fontenla, y que rinde homenaje a los miembros del que probablemente haya sido el cuerpo de baile más popular en la historia del Teatro Colón, fallecidos en el accidente aéreo del 10 de octubre de 1971. Tengo un especial apego por ese monumento porque Sara Bochovsky, la querida "tía Peli", formaba parte de la compañía y estaba en esa avioneta. Y aunque no llegué a conocerla, su aura artística perduró en el recuerdo de mi padre y de toda su familia. Su madre, la tía Rosita, quedó tan triste que nunca más pudo volver a ver ballet en su vida. Para emular su goce, mis padres la invitaban todos los años a ver Holiday On Ice en el Luna Park, y después nos íbamos a comer un bife de chorizo con papas fritas. La estatua fue a restauración y, según dijeron voceros del Gobierno porteño, las placas que recuerdan a esos bailarines "son vandalizadas constantemente". Me provoca mucha tristeza y, a riesgo de sonar naif, me pregunto sobre el sentido del daño por el daño mismo. Mucho más, porque es un doble atentado: a la obra escultórica y a los artistas a los que esa estatua rinde homenaje.
Por lo general, asociamos al baile a un momento de alegría, de conquista, de romance. El lunes pasado, en la placita de Corrientes y Scalabrini Ortiz, corazón de Villa Crespo, al son de los bombos de una murga, presencié uno de los bailes más tristes de los que tenga memoria. La mayoría de los que estaban allí eran amigos de Sandra Constante, una chica de 19 años que iba en una moto con su novio, y que la tarde anterior había sido atropellada por un patrullero que venía a toda velocidad, y que al parecer cruzó con el semáforo en rojo y sin la sirena encendida. No voy a detenerme en este siniestro incidente (en Internet hay imágenes captadas por una cámara de seguridad), sino en lo que pasó en la marcha. Yo lo percibí como un ritual, con bombos que sonaban a bronca e impotencia. Y los chicos y las chicas, compañeras y compañeros de Sandra de la murga El Rechifle, de Palermo, tiraban sus mejores pasos de matanza, con lágrimas en los ojos. Aunque estaba latente el pedido de justicia, ese encuentro funcionó más como funeral a cielo abierto, como un modo de exorcizar el dolor, como un homenaje a su esencia.
Me acordé, entonces, de una escena de Pieza de baile para desangelados, una obra que escribió Martín Salzman, nuestro profesor de teatro en el secundario. Yo personificaba a una especie de chamán, que en una ceremonia hacía bailar a una de las protagonistas, mi amiga Constanza Moreno. Entraba en trance y la guiaba en su sanación. "Bailando se cura el alma", le repetía, como un mantra, luciendo una túnica bastante ridícula que me había hecho con una vieja sábana, mientras de fondo sonaba "My Wild Love", una canción de The Doors.
Y hablando de canciones, esta semana pensé mucho en una de Café Tacvba, que dice: "La vida es un gran baile, y el mundo es un salón". Y no pude evitar asociarla con El baile (1983), esa película de Ettore Scola que narra la historia del siglo XX desde un ballroom. En tiempos difíciles (aquí, allá y en todas partes) la danza funciona como un refugio. Suene lo que suene, seguro se puede bailar.