Ese maestro que no conocimos
Llega el día en que nos preguntamos quiénes fueron nuestros maestros. Esa pregunta comporta otra, menos biográfica o anecdótica y más nerviosa: cómo llegamos a ser lo que somos. Cada uno, en su propia faena, podrá dar nombres conocidos o ignorados. A veces incluso el lazo amistoso fue la llave misteriosa de un magisterio del que el maestro ni siquiera llegó a darse cuenta.
Pero hay también otros maestros: los que lamentamos no haber tenido, aquellos a quienes ni siquiera tratamos, por imposibilidades cronológicas, o sencillamente porque la casualidad no lo permitió. Son maestros de los que, a pesar de no haber existido un trato personal, aprendimos. En mi caso, uno de ellos es Héctor Schenone, nuestro mayor historiador del arte.
Explicar quién fue Schenone, muerto el 1º de junio de 2014, sería una imprudencia. Habría que decir que fue discípulo de Pio Collivadino y Lino Spilimbergo, que investigó como nadie el arte barroco europeo e hispanoamericano, que dirigió el Museo Fernández Blanco, que creó el taller TAREA, destinado a restaurar el arte colonial en el norte del país (allí colaboró con Basilio Uribe, que participaba por igual del refinamiento del crítico y la originalidad del poeta), que -algo que no todos saben- fue diácono permanente de Nuestra Señora del Pilar, y allí mismo, mañana, a las 19.30, el cardenal Mario Poli presidiría una misa que precederá el acto en el que se le impondrá su nombre a una de las salas del Museo de los Claustros históricos.
Sus alumnos fueron legión. José Emilio Burucúa, uno de esos tantos privilegiados (puntualmente de acá a una semana él mismo hablará sobre su maestro en el Museo Nacional de Bellas Artes), cuenta una historia breve que es un retrato cabal. En cierta ocasión, Burucúa (el enorme ensayista todavía en ciernes) discutía con los compañeros las diferencias entre el claroscuro de Giotto o Masaccio y el sfumato, ese efecto de borramiento de los contornos que inventó Leonardo. Schenone observó que, a diferencia de las anchas pinceladas de los otros, Leonardo trabajaba con pequeñas pinceladas. Según Burucúa, "había llegado a estas descripciones con solo mirar detallada y pausadamente, a ojo desnudo, los cuadros de Leonardo conservados en el Louvre". Lo más extraordinario es que investigaciones radiográficas y microscópicas posteriores confirmaron su mirada. ¿Quién más podría haber mirado así? La muerte arrebata la mirada, pero no sus efectos.
Por mi parte, le debo su Iconografía del arte colonial, cuatro tomos repletos de insinuaciones que nos orientan en la observación de las representaciones. Por ejemplo, en el volumen dedicado a Santa María, Schenone revela la creciente abstracción de los símbolos a partir del siglo XVI: el sol desaparece y no es más que un aura dorada... No sé cómo hablaba Schenone y el estilo de sus libros no es para nada "hablado" o conversacional. Sin embargo, hay allí una voz, pero no cualquier voz: una muy persuasiva, suavemente conminativa, que, como la de todo maestro, nos hace ver la cosas de la única manera que cree cierta: la suya. La duda respira en la certidumbre. Además, bueno, siempre queda tiempo para disentir con los maestros.
Uno de los pasajes más bellos y honestos de las Meditaciones que escribió el emperador Marco Aurelio alrededor del 170 de nuestra era es el Libro I. Esa enumeración de gratitudes -qué recibió de cada uno- dice primero: "De mi abuelo Vero: el buen carácter y la serenidad". Y más adelante: "De Alejandro el gramático: la aversión a criticar; el no reprender con injurias a los que han proferido un barbarismo, solecismo o sonido mal pronunciado, sino proclamar con destreza el término preciso que debía ser pronunciado...".
Así lo imagino a también a Schenone: negándose a la censura vanidosa y proclive, en cambio, a mostrar de qué modo debían mirarse -y hacerse- las cosas.