La estupidez de seguir escribiendo
Lo propio del hábito es que se instala silencioso, en puntas de pie, sin que el que lo practica se dé cuenta (quién podría forzarse a un hábito). Y como muchas otras cosas, hubo también un hábito que me fue ganando sin forzamiento y que ahora se parece bastante a una manía (bastante inofensiva, es verdad): no puedo salir a la calle sin una libreta en el bolsillo del saco. ¿Para qué? Ya no sé, realmente. Sería mejor llevar un libro, y a veces los bolsillos también explotan. Sin embargo... ¡ah! La ilusión bárbara de que hay algo que todavía vale la pena escribir, aunque más no sea como justificación íntima, invisible, jamás exteriorizada.
¿Para qué?, preguntaba, y dije que no sabía. En cambio, creo que sé por qué. Habría que remontarse al principio. La causa fue profesional: tomar nota durante los conciertos de los que tenía que escribir después la crítica, hasta tal punto que esas notas eran la crítica de veras, que después el estilo (el estilo en serio, y el periodístico) terminaba arruinando. Pero ahora que la crítica capituló ante la noticia y que, por eso mismo, hago menos crítica que antes (diría que el arte que transcurre en público -y especialmente el público del arte- me provoca alergia incurable: puros comentaristas, pura espuma), el hábito de la libreta no solamente persistió, sino que, hace ya mucho, se generalizó. No confío en mi memoria y anoto casi todo lo que se me ocurre (y se me ocurre poco) por el miedo a perderlo (¡como si eso fuera grave!). Pero lo relevante en este caso no es la importancia de lo escrito, sino la compulsión de consignarlo.
Leí hace unos días Los pensamientos del té (Acantilado), libro de Guido Ceronetti. Ya había leído otras cosas de él, pero debo confesar que la condición turinesa de Ceronetti ya bastaba para predisponerme favorablemente. Dos veces al día, a eso de las seis de la mañana y de las cinco de la tarde, Ceronetti toma una taza de té verde ("El hombre bebe té porque le angustia el hombre. El té bebe al hombre, la hierba más amarga", nos dice) y escribe. Ese libro es el resultado de lo que anotó en su libreta. Un buen ejercicio sería adivinar cuáles son los pensamientos de la mañana y cuáles, los de la tarde. Transcribo algunos. "La mayor parte de mis miedos acerca de los males físicos tiene que ver con los médicos y sus cuidados, no con la enfermedad". Otro: "Si se sabe vivir como vencidos, se lo es un poco menos". Un tercero: "Explicación de la Muerte Reprimida en la sociedad contemporánea: 'puede decirse... que cuanto más se parece la vida del hombre a la muerte, tanto más se teme y se huye de la muerte' (Leopardi, Zibaldone, 25 de julio, 1823)". Por fin: "Traducir, en el fondo, es lo siguiente: ejercitarnos, no en una lengua, sino en morir".
En esas pocas frases está todo: la ocurrencia, la atención sobre sí mismo (que cuando es auténtica es una atención desinteresada sobre todos los hombres), la confesión, la cita ajena. ¡Qué buena manera de usar la libreta! Un uso, además, muy diferente del diario íntimo. En la libreta no hay cronología: todo es contemporáneo en la vida de libreta.
Por mi parte, uso invariablemente libretas de tapas negras. Me gusta esa indiferencia exterior que enmascara la mayor desemejanza interior. Con el correr del tiempo, ya no se entiende aquello que está escrito: la letra que era legible para quien tomó nota deja de serlo para quien (él mismo, pasado el tiempo) quiere leerla. Sin embargo, y por eso mismo, ese otro, ese mismo, se reconoce en las oscilaciones episódicas del dibujo.
La tecnología del lápiz y el papel no fue superada: registra vacilaciones del pulso, la inseguridad de lo inscripto en un cuerpo de letra menor, la tachadura que deja ver lo tachado. Más que en esta pantalla en la que escribo ahora, la libreta es el espejo que nos devuelve la imagen de la inutilidad de seguir escribiendo y la estupidez obstinada de seguir haciéndolo.