Tomar el cielo prestado
Cuando te avise, corremos y, al llegar al borde, saltá". Las indicaciones de Oreja, el instructor de vuelo en parapente, fueron precisas. Con el arnés del biplaza ajustado y el casco puesto, permanecimos casi una hora sentados sobre el pasto, en el filo serrano de Merlo, provincia de San Luis. Conversamos sobre cualquier cosa y miramos el paisaje a la espera de que el dispositivo que él chequeaba permanentemente señalara qué viento era el apropiado para mi bautismo.
Había imaginado muchas veces qué se siente al volar, también lo había soñado varias noches, y por fin quería averiguarlo. Esas vacaciones eran el lugar y el momento indicados.
Las credenciales de Oreja me daban la tranquilidad que necesitaba. Igual, por momentos flaqueaba, pero en cuanto el corazón se agitaba con la fuerza capaz de empujarme a huir, me serenaba mirando las coloridas velas suspendidas de los parapentistas que ya habían despegado. Tanta armonía dejaba suponer que ese estado tenía que ser algo completamente normal. Además, intentaba creer que se trataba de un juego, como una montaña rusa diseñada por una mente ingenieril en la que cada movimiento está controlado.
Estaba más ansiosa que atemorizada, completamente decidida. Pero, aun así, mis pensamientos y sensaciones iban y venían, como un péndulo en tensión.
Hasta que el aparato sonó y él me dijo: "Es ahora, vamos". Corrí, corrí firme y fuerte, a una velocidad inusual para mis piernas, con la voracidad de ir a por todo. Pero cuando llegué a esa delgada línea donde el cerro termina y comienza el precipicio, el cuerpo entero me desobedeció: inesperadamente quedé paralizada, clavada al suelo.
Llena de frustración, sorprendida por mi reacción y avergonzada ante el reto tácito con que él me miraba, volví a sentarme en silencio hasta que los vientos a favor concedieran la posibilidad de reintentarlo.
De nada de esto me acordé, algunos días atrás, cuando buscaba fotos de hace una década -como hicimos todos los que quedamos enganchados del #TenYearsChallenge- y encontré mi imagen en pleno vuelo.
Al verme, sí evoqué inmediatamente el calor del aire cuando te envuelve y te sostiene, lo parecido que es eso a nadar; recordé la vista cenital de las alas abiertas del cóndor que seguimos -cuando entramos en su corriente térmica- trazando idénticos movimientos en círculos serenos y amplios. También, la fluidez inédita al deslizarme sin turbulencias sobre la ciudad, intermitente 2000 metros allá abajo; la poderosa sensación de sobrevolar esos arbustos veteados que, diminutos por la altura, dan a la superficie el aspecto de pelaje. Como si la sierra fuera un enorme animal dormido que en cualquier momento podría desperezarse. Reviví algo del mareo que me impedía cerrar los ojos y me obligaba a no perderme nada de ese espectáculo. El silencio, el olor a nada. Me acordé de la contundencia con que, al aterrizar, se recobra de golpe el peso de uno mismo. Y esa certeza al mirar otra vez las nubes: que nunca volvería a verlas igual que antes.
En la foto estoy llegando, todavía suspendida en el aire, con el instructor detrás de mí como un fiel guardaespaldas. Tengo los brazos abiertos, llevo puesto pantalón verde y chaleco negro. Adivino en una cara que apenas se distingue, la expresión satisfecha y triunfal de quien consiguió lo que quería.
Ese fue mi primer vuelo, no el último.
Unos veranos después volví a hacerlo. Reencontré a Oreja en la cima de los Comechingones merlinos y escuché nuevamente las mismas directivas. Tenía experiencia así que, a mi deseo de volar, se sumaba que ya no era una novedad. Miraba con cierta ternura a los principiantes que esperaban su turno con inquietud.
Repasé mentalmente el minuto a minuto de la vez anterior, cebé mis ganas. Creí que el cuerpo tendría memoria, convencida de que ahora saltar me resultaría tan sencillo como entregarme confiada a un abrazo que ya conocía.
Llegó la señal, corrimos. La vela se hinchó de aire, las cuerdas se desplegaron al máximo. Pero, al borde, de nuevo, me convertí en una estaca involuntariamente.
Fue desconcertante, sin embargo, ya no me enojé ni sentí vergüenza. Entendí el mensaje y esperé en calma al segundo llamado.
Mi naturaleza me alertaba una vez más: no soy un pájaro. Como criaturas terrestres podemos tomar el cielo prestado por un rato, pero se nos impone pedir permiso.
Playlist: Mientras escribí este texto escuché: Back to Black, Amy Winehouse; Monk's Dream, Thelonious Monk; Lady in Satin, Billie Holiday