Un poeta del ojo, pero también del oído
Por su cercanía con Rodin, por su interés en Cézanne y por tantas cosas más, tendemos a imaginarnos al poeta Rainer Maria Rilke más proclive a la pintura y la escultura que a la música. Sin embargo, quien lea entre líneas la obra y la biografía puede llevarse alguna sorpresa, tal vez menor, pero sorpresa al fin.Ese encuentro intentó Antonio Pau, autor de una muy minuciosa biografía de Novalis, en Rilke y la música (Trotta).
La sencillez del título encubre la dificultad del objeto; un objeto que se captura de un golpe de vista en la foto del poeta con la clavecinista Wanda Landowska, una instantánea de esas tardes en Viena en las que Rilke escuchó las Variaciones Goldberg y piezas de Scarlatti, Couperin, Rameau. Nunca sabremos qué cosa aprendió, pero conocemos estos versos: "Chartres era grande, y la música llegaba más lejos". Le gustaba la idea de Ferruccio Busoni según la cual la música es "aire sonoro". Pero cuando vio la Crucifixión de El Greco se preguntó, en una anotación en el catálogo del museo, si la música no era en realidad parecida a la sangre del Crucificado.