Montanelli, un genio obvio
MILAN.- En una entrevista reciente, Indro Montanelli, el amigo y el maestro que nos acaba de dejar a los 92 años, había sintetizado su vida con estas palabras: "Soy un sobreviviente de todo". Conociendo su estilo inconfundible, que le era propio, su sentencia fue una especie de epígrafe: Indro había querido decir que por donde había pasado la grande o pequeña historia del siglo XX, él había estado presente, y que él mismo había escrito sobre la misma para enteras generaciones de lectores.
Historiar el recorrido de Montanelli es como pretender decir "algunos puntos acerca del universo", de los que hablaba Gramsci. Sus comienzos no fueron los habituales. Hijo de un director de escuelas, con sus dos títulos universitarios, en Derecho y en Ciencias Políticas, emigró a Francia, donde frecuentó la Sorbona y donde fue empleado como cronista por Paris Soir, y más tarde por la agencia United Press.
Mas eran los tiempos de la guerra en Africa, y Montanelli partió al frente como voluntario. Escribió un libro, Vigésimo batallón eritreo , que mereció una reseña entusiasta de Ugo Ojetti en el Corriere della Sera. El diario italiano Il Messaggero lo envío como corresponsal a España para cubrir la guerra civil de ese país.
Allí tuvo lugar el primer incidente que hizo que él se trasnformara por el resto de su legendaria carrera en el hombre "opositor". Había tenido lugar la batalla de Santander. Los diarios escribieron que, después de feroces combates, la ciudad había sido vencida por los legionarios italianos, voluntarios en las filas nacionalistas de Franco. Montanelli, en cambio, envió un artículo al Messaggero en el que sostenía que, según lo que él había visto, la presunta empresa heroica se había tratado de "un largo paseo contra un único enemigo: el calor".
Las consecuencias fueron inmediatas: telegrama de despido, expulsión del registro de periodistas y del Partido Fascista, al que no regresó jamás, y un puesto como docente de italiano en una Universidad de Estonia. Tras un año en la pequeña república báltica, surgió una oferta de colaboración para el Corriere della Sera. No era posible emplearlo porque había sido expulsado del registro de matriculación, pero el entonces director Aldo Borelli usó la estratagema de la colaboración.
La popularidad estaba ya cerca, siempre en nombre de su capacidad de estar allí donde tañían las campanas fatales de la historia. Montanelli se hallaba en un hotel de Helsinki, cuando la Unión Soviética agredió a Finlandia. Los artículos de Indro hicieron palpitar a sus lectores, que seguían la lucha impar entre un pequeño pueblo y el gigante ruso. En esos años, la Unión Soviética era una aliada de la Alemania nazi, y la simpatía y admiración de Montanelli por el pueblo finlandés suscitó la ira del "Minculpop". Pero el hombre de la oposición no cedía y, cuando Finlandia se vio obligada a capitular, escribió una memorable despedida del pueblo finlandés "que no vimos llorar el primer día y que hoy escucha firme el himno de su Patria mutilada".
Llegaron los días de la República de Sal˜. Acusado de ser el autor de irónicos artículos sobre los amores de Mussolini, publicados en el Corriere della Sera durante el período del general Badoglio, después del 25 de julio de 1943 (no era cierto, los artículos eran de Domenico Bartoli), Montanelli fue arrestado y condenado a muerte. Logró evadirse de San Vittore y pasar la frontera hacia Suiza.
La guerra había terminado. Indro regresó al Corriere, pero sólo con la dirección de Guglielmo Emanuel y la de Mario Missiroli volvió a su rol de enviado especial. Sería imposible enumerar todos sus viajes y notas. En 1956, en los días de Budapest, Montanelli fue el primer periodista del mundo en estar presente en Hungría, para testimoniar que los rebeldes en revuelta no eran los grupos burgueses, sino los comunistas antiestalinistas. Sus lecturas de los hechos le valieron el rechazo de los conservadores que esperaban una resistencia liberal y de los comunistas que no aceptaban fracturas entre marxistas.
Pasaron muchos años. Indro ralizó una investigación sobre el Eni de Mattei.
Después, con la dirección de Piero Ottone, avino la ruptura con el Corriere. El despido de Spadolini (que él definió "un golpe guatemalteco") fue la gota que rebalsó el vaso: Montanelli abandonó el Corriere y fundó Il Giornale.
Contrario a la tesis de los extremismos opuestos, Montanelli pagó su posición contra las Brigadas Rojas con un atentado: fue herido en las piernas. Desde el hospital dictó esa fatídica nota que comenzaba así: "Si quieren cerrarme la boca, se equivocan".
El resto es historia cercana. Por su oposición al acercameinto de Silvio Berlusconi a la política, debió dejar la dirección de Il Giornale, y fundó La Voce, cuya existencia fue breve. Regresó al Corriere de la mano de Paolo Mieli, y obtuvo de nuevo la Stanza que había tenido por largos años en la Domenica del Corriere.
Entre 1974 y 1992, Montanelli escribió en Il Giornale unas pocas líneas en la parte inferior de la primera página, y que titulaba "Contra la corriente". Había para todos: para los políticos, para los intelectuales verdaderos o presuntos, para los interminables conformismos públicos o privados, para los ladrones y los estúpidos, para el feminismo o para la televisión, para los periódicos y periodistas. Esos pequeños y mortíferos explosivos eran el placer y la obsesión de Montanelli, quien a menudo recurría a citas de los grandes maestros del sarcasmo. Muchas veces, escudándose con el nombre de algún personaje famoso, él mismo inventaba esas citas. Solamente el querido, grande e inimitable Indro podía permitirse ponerse a su altura.
Por Enzo Biagi
Del Corriere della Sera
MILAN.-Una vez le pregunté a Montanelli: "¿Si tuvieras qué decir qué tipo de persona eres, qué dirías?"
Volví a mis papeles para recoger la respuesta: "No tengo dudas. Soy uno al que le gusta en extremo el éxito. Nunca olvidaré el consejo de un colega norteamericano, Web Miller: "Escribe de tal manera que te pueda leer un lechero del Ohio". Yo siempre he rechazado la tecnología imbécil. Es necesario demoler la constitución mafiosa de nuestra sociedad. Y yo creo que he hecho algo al respecto. He adoptado todo aquello que me ha servido para capturar la atención y la simpatía de mis lectores: el gusto del azar, la frase ingeniosa".
Lo lograba. Para él el resultado era la sonrisa de alguien que pasaba por la calle o el ma”tre que le encontraba una mesa, aun cuando, confesaba: "Nada logra borrar una cierta tristeza profunda, mi necesidad de soledad y de recogimiento. En todo momento tengo presente la precariedad de lo que soy, de lo que hago. Nada queda de nuestro trabajo: en este país, cuando uno muere, muere para siempre".
Todo, en el transcurso de su vida, ha sido insólito: desde su talento hasta su nombre de pila. Lo eligió su padre, Sestilio, que a su vez no quedó rezagado en cuanto al nombre. "¿Pero qué es lo que Indro tiene de especial?", se preguntaba más de uno. Pensándolo bien, nada. Escribía artículos que eran leídos y libros que se vendían.
Hubiera podido ser parlamentario al menos diez veces, y otras tantas ministro (catástrofe de la que se salvó), pero, no obstante el ingenio imprevisible y el humor variable, era incluso tímido y poco sociable. Longanesi decía que andaba entre los otros para sentirse más solo.
Nacido en la tierra de la mofa, hijo de la tremenda Toscana, como Boccaccio y Cellini, que se volvían locos por contar cualquier asunto burlón o, mejor aún inventarlo, era en realidad una persona gentil, a menudo en combate con un temperamento melancólico.
Creo que a lo largo de su existencia ha tenido una sola pasión exclusiva: el periodismo. Pero no cedió jamás a las tentaciones, bastante difundidas, que son la envidia, la avidez, la intriga y la astucia. Cuando erraba, era por exceso, nunca por mala fe.
Vivió cuatro o cinco guerras: Etiopía, España, Finlandia, Noruega y después todo el resto; más no sé cuántas revoluciones. Cuando regresa de Addis Abeba, conoce las represalias de un Graziani exasperado por un atentado: será su primer desencanto del fascismo.
Vuelve de Budapest y con las barricadas caen también muchos de sus prejuicios. Con corresponsalías realmente espléndidas desilusiona a quienes querían verlo tomado del brazo del príncipe Esterhazy o de rodillas frente al cardenal Mindszenty, mientras, en cambio, explica el drama y las razones de los revoltosos. Decían que era un liberal o un conservador, pero si tenía alguna simpatía era por los anárquicos. Por los verdaderos anárquicos.
Cada tanto cambiaba de opinión, no por cálculo, sino por impulso. No se asociaba fácilmente y no cambiaba de bando: era siempre él mismo. Cambiaba itinerario porque le parecía correcto. La ofensa más grande que le escuché pronunciar, con decidido color toscano, fue: "Ese es un estúpido". En su juicio había un fondo de cordialidad.
Un polemista lo definió: "Tiene un genio obvio". Montanelli no se ofendió, dijo: "En algunos momentos, un discurso equilibrado se vuelve casi valeroso. Sería suficiente hablar mal del comisario, pero ya lo hacen todos, total él no puede defenderse".
Tante grazie, professore
Cuando en septiembre de 1996 estábamos a punto de entregarles a nuestros lectores la primera edición de Enfoques,varios nombres de columnistas europeos de prestigio circulaban por nuestras mesas de trabajo. La idea era brindar semanalmente un pluma de calidad para acompañar la información internacional. Allí surgieron el cubano Carlos Alberto Montaner, desde Madrid; la norteamericana Flora Lewis, desde París, y el meduloso británico William Pfaff.
Pero nuestras ansiedades y dudas se terminaron de diluir cuando una agencia italiana nos ofreció los artículos de un veterano periodista peninsular: no era otro que Indro Montanelli. Es justo decir que con ningún otro columnista Enfoques logró mayor repercusión en el público que con el maestro florentino. Fue también la primera vez que Montanelli aparecía regularmente en las páginas de un diario argentino, LA NACION Sólo agregaré que, para este editor, con Montanelli, un medio periodístico tenía la seguridad de no errar en la apetencia del lector por la excelencia periodística. Más aún, tenía el éxito asegurado. Tante grazie, professore.