Necesario e inevitable final del cepo cambiario
Superada una importante traba para el crecimiento de las exportaciones y de la inversión, el Gobierno deberá procurar ahora la reducción del déficit fiscal
La supresión del control de cambios ha sido un paso positivo en la remoción de políticas que en los últimos años han afectado seriamente la producción y el empleo.
Surgido del intento de utilizar el tipo de cambio como ancla antiinflacionaria, el denominado cepo hizo muy poco para aplacar el aumento de los precios, pero mucho para perturbar el funcionamiento de la economía y desalentar las inversiones.
El retraso cambiario afectó fuertemente las economías regionales por su dependencia de la exportación de productos agrícolas con rendimientos marginales más acotados y mayores costos de transporte. El otorgamiento con cuentagotas de las divisas necesarias para importar insumos y repuestos paralizó las líneas de producción. Muchas empresas no pudieron soportar estos efectos ni tuvieron capacidad económica para obtener las divisas a precios mayores. La atomización de las compras de importación para acceder a los segmentos de venta automática, sin autorización del Banco Central, se encontró con la reacción de esta entidad, que redujo ese límite para hacerlo inefectivo.
Las consecuencias del cepo cambiario instalado en 2011 no se hicieron esperar. Cuando un mismo bien, en este caso el dólar, tiene precios distintos dentro de un mismo territorio, se multiplican los esfuerzos y el ingenio para comprarlo al menor precio. En muchos casos se lo hace como medio de ahorro; en otros, para vender ese bien a un precio más alto. Esto sucedió con el cepo, que convirtió en un deporte nacional la obtención de la mayor cantidad posible de dólares al tipo de cambio oficial. Tarde o temprano, las reservas del Banco Central se debían agotar mientras crecían las tenencias de dólares en las cajas de seguridad, en los escondites hogareños o en cuentas en el exterior. La brecha de la cotización entre el valor oficial y el informal tomó valores amplios y, por lo tanto, aumentó el premio de obtener los dólares oficiales. Así fue en estos últimos años. La reacción del Gobierno cuando la brecha pareció salirse de control fue vender "dólar ahorro". Consiguió regularla, pero a costa de una más rápida erosión de las reservas.
La compra de divisas por el Banco Central se alimenta con las exportaciones y con los ingresos de capital por préstamos e inversiones directas. Estas fuentes habían mermado. Las exportaciones cayeron justamente por efecto del retraso cambiario. Había retención del producto ya cosechado o elaborado a la espera de una devaluación. Las inversiones directas no encontraban incentivo en entrar a un tipo de cambio artificial y sin la seguridad de poder remesar utilidades o repatriaciones del capital. El cepo requería la necesaria autorización previa.
Lo que debe saberse es que el 10 de diciembre pasado, al momento de la transferencia del gobierno nacional, el nivel de las reservas disponibles del Banco Central era virtualmente negativo. De la cifra oficial publicada debían deducirse activos no utilizables como los encajes de los depósitos en dólares en el sistema local, los fondos ya depositados para su cobro por los bonistas a la espera de su liberación por el juez Thomas Griesa, el swap de China, los compromisos de cambio para importaciones autorizadas y otros rubros. Mientras el cepo permaneciera, la pérdida diaria y constante de reservas era inevitable. No tenía sentido prolongar esta situación con nuevos préstamos.
Remover el cepo no era una opción. Sólo debía esperarse su preparación ordenada, incluyendo las acciones para evitar que la devaluación resultante no fuera mayor que lo estricto y estructuralmente necesario. Luego de reforzar las reservas con anticipos de exportadores y con préstamos, el mercado de cambios fue liberado y unificado en la modalidad de una flotación administrada. Según lo anunciado por el ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay, de ahora en más el Banco Central operará sólo cuando la cotización se considere demasiado baja o alta.
Si se pudiera excluir el contexto en que esta medida se ha producido, sería posible hablar sólo de una devaluación. Esta categorización, acompañada del énfasis en describir sus efectos sobre el salario real y la inflación, es el eje de la fuerte crítica escuchada desde el kirchnerismo y sectores de la izquierda. Hay una gran dosis de cinismo en aquellos que fueron responsables de las políticas intervencionistas y distorsivas de los últimos años. El desborde del gasto público, la descontrolada emisión monetaria y la inflación, junto al retraso cambiario, fueron la causa inevitable de esta devaluación. Por lo tanto, no deben buscar culpables de sus consecuencias más que entre ellos mismos. Del mismo modo, el reajuste de las tarifas eléctricas y del transporte es un hecho inevitable para poder reducir los subsidios y el desbordado déficit fiscal. Sólo una enorme irresponsabilidad ha podido mantener prácticamente congelados esos precios por 13 años durante los cuales los costos y los salarios se multiplicaron más de 12 veces.
El inicio de la flotación cambiaria y la moderación de las cotizaciones ha dejado favorables expectativas de un equilibrio. El esfuerzo deberá dirigirse a evitar en la mayor medida posible el traslado a los precios y al costo de vida. La convocatoria gubernamental a acuerdos entre empresarios y sectores del consumo y del trabajo será útil para evitar deslizamientos por abusos de posiciones dominantes de mercado o aprovechamientos de información asimétrica. Como política estructural deberá asegurarse un marco de competencia interna y externa, y una sana evolución fiscal consecuente con un correcto manejo monetario.