"No puedo soportar esta prisión"
Por Cristina Mucci Para LA NACION
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Mañana se cumplirán veinte años del suicidio de Marta Lynch. Se habló mucho en su momento de esa muerte, y es lógico: a los sesenta años, una escritora famosa y rica decidió pegarse un tiro en la cabeza, parada delante de un espejo. Antes le había dejado una nota a su marido: "Te amo. Te amo. Te amo, pero no puedo soportar esta prisión, no puedo soportar esta vida".
El éxito, el enorme espacio público, la situación de la mujer, el envejecimiento, las cirugías estéticas y, por supuesto, el espectacular suicidio. "Cuando me muera voy a ser tapa de todos los diarios", le había dicho a un amigo. Lynch representaba todo eso pero también algo más: con sus constantes virajes políticos, su obsesión por la imagen y su afán por figurar a cualquier precio fue precursora de una ética y una estética que se instalaría en la Argentina unos años después de su suicidio. Tal vez por esto, y por todo lo que sucedió después, todavía provoque una cierta molestia.
Es muy poco lo que se sabe de la vida de la Negrita Frigerio, como se llamaba antes de su unión con Juan Manuel Lynch. Había nacido en 1925 en La Plata, aunque respecto de este hecho también fue ambigua. Tuvo un primer matrimonio que duró un par de años y se empeñó toda la vida en negarlo.
Su actuación pública comenzó junto a Arturo Frondizi, con quien tuvo una relación intensa. La política fue una de sus grandes frustraciones, ya que nunca llegó a ocupar un lugar preponderante, pero le sirvió como tema para algunos de sus más grandes éxitos literarios. De todas las consecuencias de su relación con Frondizi, hay una que modificaría su vida más que ninguna otra: su novela La alfombra roja, en la que describe las vicisitudes de un político que alcanza el poder.
La aparición de La señora Ordóñez, unos años después, coincidió con la época en que Marta comenzó a tener una popularidad realmente masiva, más allá de los círculos literarios. "Sería imposible contar las veces que una mujer y otra me han detenido en la calle para decirme: «Yo soy la señora Ordóñez»", comentó.
Evidentemente, la época ayudaba. El país estaba todavía ajeno a las desgracias que sobrevendrían, los libros eran considerables objetos de consumo y creaban una expectativa que no se volvió a producir.
Pero para ella no era suficiente. En 1970 fue invitada como jurado al concurso Casa de las Américas, en Cuba, y todo el apasionamiento puesto primero en el desarrollismo y después en la literatura se volcó entonces a la revolución castrista. Posteriormente, la misma Marta Lynch que, cuando cayó Perón en 1955 "vivía en Babia, absolutamente en Babia" decidió apoyar al peronismo revolucionario. Logró ser incluida en el chárter que trajo de regreso a Perón al país en 1972. Escribió varios artículos favorables al gobierno de Cámpora y simpatizó con los montoneros.
Sin embargo, cuando asumió la dictadura militar, explicó que había estado confundida. "Esa época yo la viví con un gran entusiasmo, con una cuota de esperanza que al fin y al cabo compartí con el sesenta por ciento de los argentinos -dijo en un reportaje-. Aunque ahora todo el mundo se olvida y parece que la única fue Marta Lynch."
Ya entonces, muchas cosas que le importaban se estaban cayendo. Uno de sus hijos, vinculado con el peronismo de izquierda, se había tenido que ir del país. Ella, que era cuidadosa de su imagen, comenzó a afrontar la declinación física. En una sociedad que exalta a los jóvenes, se había convencido de que "es importantísimo ser linda, casi fundamental". De a poco, fue cambiando su aspecto: los elegantes tailleurs dieron paso a camperas y jeans ajustados; su pelo lacio y negro, a una rotunda melena pelirroja, y su boca pasó de un tono neutro al más estridente de los colorados. Con las cirugías plásticas, como con los psicólogos, probó de todo: del mejor al peor.
Tal vez por miedo, por desconcierto o por oportunismo, escribió artículos denunciando la "campaña antiargentina en el exterior" ante las violaciones a los derechos humanos. Apoyó la Guerra de las Malvinas. Llegó también a relacionarse con Emilio Eduardo Massera. Y es por todo esto que resulta molesta. "Por eso es que soy tan argentina y tengo tanto éxito, porque soy la reina de las delirantes", dijo en una oportunidad.
En 1983 intentó acercarse a los intelectuales que rodeaban a Raúl Alfonsín, pero no encontró su espacio. A esas alturas, el deterioro ya era demasiado grande. Por sus pozos depresivos, recurría a los psicofármacos, le costaba escribir y hasta hubo una mala cirugía plástica que terminó deformándole un ojo y parte de la boca. Atrás habían quedado la política, la literatura -a pesar de la fama, que mantenía intacta- y la seducción. Empezó a sentir que se quedaba sin proyectos.
Sin embargo, publicó un último libro de cuentos, No te duermas, no me dejes, que fue, en realidad, un gran homenaje a su marido. A él, que siempre le había dado todos los gustos, le insistió para que le comprara una parcela en el cementerio Jardín de Paz. Eligió un revólver de calibre treinta y dos largo en una armería de Olivos, y el ocho de octubre de 1985 se encerró en su cuarto y, finalmente, se disparó.


