No se debe penar el negacionismo
En estos días, algunos políticos y periodistas, con mucho más de análisis político que jurídico, reclamaron una ley para prohibir el negacionismo de crímenes de lesa humanidad, propuesta que consideramos de suma gravedad institucional, inconstitucional y contraria a todo espíritu democrático.
La iniciativa, lamentablemente aplaudida por algunos notables hombres de Derecho, se tradujo en varios proyectos de ley que comienzan a ser discutidos en la Cámara de Diputados nacional, como los presentados por Marina Stilman (Coalición Cívica) y los kirchneristas Estela Hernández, Eduardo Fernández, Gisela Marziotta y Carolina Moisés, los que consistirían en sancionar a quienes nieguen, apologicen o reivindiquen hechos que constituyan crímenes de lesa humanidad. Tampoco faltan quienes proponen peligrosamente la creación de un orwelliano “Observatorio para la Convivencia Democrática”.
Por el contrario, entendemos que no es posible una convivencia democrática cuando se sanciona una opinión, mucho menos penalmente, por más desagradable o irritante que sea. Una ley de ese tenor resultaría definitivamente violatoria del derecho humano a la libertad de expresión, derecho que comprende dos dimensiones: la individual, buscar, recibir y difundir ideas e informaciones de toda índole, y la colectiva, recibir y conocer las informaciones e ideas difundidas por los demás.
La libertad de expresión es la “madre de todas las libertades”, o como dijo la Corte Interamericana de Derechos Humanos, “una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática”.
La vigencia del sistema democrático obliga a admitir críticas sobre sí mismo. También sobre los hechos, opiniones y valores más caros de la sociedad. Cuando esas críticas u opiniones adversas al sentir general resulten chocantes, deberán ser rebatidas y erradicadas mediante el debate libre y pacífico, o eventualmente, toleradas. Jamás deben ser combatidas mediante la coerción estatal, la prohibición o la censura.
Nuestra Constitución Nacional no prohíbe ideas, por más aberrantes que sean, y su expresión solo puede ser castigada cuando se traduce en actos que violan los derechos de terceros. Así lo ha dicho reiteradas veces la Corte Suprema de Justicia en su carácter de intérprete final del texto constitucional.
Por citar solo un ejemplo, el máximo tribunal nacional, citando a la mencionada Corte Internacional de Derechos Humanos, ha dicho en el fallo “Pando” que “en la arena del debate sobre temas de alto interés público, no solo se protege la emisión de expresiones inofensivas o bien recibidas por la opinión pública, sino también la de aquellas que chocan, irritan o inquietan a los funcionarios públicos o a un sector cualquiera de la población”.
Hace pocos meses, en mayo de este año, la Corte Suprema, haciendo suyo el dictamen del Procurador, ratificó en el caso “Brieger” que “en relación con el enjuiciamiento de opiniones, ideas o juicios de valor, la Corte Suprema expuso que sólo la forma de la expresión, y no su contenido, es pasible de reproche, pues la opinión es absolutamente libre.”
Son innumerables los fallos del tribunal supremo en los que sostiene enfáticamente la libertad de opinión, concediéndole una protección constitucional amplísima.
Salta a la vista entonces que la sanción del negacionismo resultaría directamente contradictoria con nuestra historia y filosofía constitucionales al desproteger jurídicamente la expresión de ideas, dejándolas fuera del amparo de nuestra Constitución.
Por otro lado, cabe preguntarse cuál sería el alcance de la prohibición del muy indefinido “negacionismo”: ¿se prohibirían libros, artículos, conferencias, exposiciones televisivas o radiales, entrevistas, películas, documentales, actos públicos? En ese caso estaríamos directamente incurriendo en censura previa, taxativamente prohibida por la Constitución y todos los tratados internacionales de Derechos Humanos, lo cual resultaría de una peligrosidad mayúscula y de una inconstitucionalidad palmaria.
En apoyo de esta posición se suele citar, con bastante imprecisión, legislación de unos pocos países extranjeros, mezclando lo que se llama “negacionismo” con apología del delito e incitación a la violencia o al odio.
Es evidente que son cosas diferentes, e incluso opuestas: no es lo mismo negar un hecho que exaltarlo, lo cual importa el reconocimiento implícito de su existencia (no puede exaltase lo que no existió). Igualmente, no es lo mismo negar un hecho que incitarlo: en un caso se actúa sobre el pasado, inmutable, en otro se pretende influir sobre el futuro.
Es obvio entonces que cuando la expresión de una idea se convierte en un canal para instar a la violencia o violar derechos de terceros, ya no es solo una idea sino una conducta lógicamente punible.
Finalmente, y para llevar tranquilidad a los proponentes de esta idea, vale recordar que la apología del odio y la incitación a la violencia ya se encuentran prohibidas por tratados internacionales con rango constitucional (Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José), art. 13.5: “Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional.” y Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, art. 20.2: " Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley.”).
Si la concepción liberal de la libertad de expresión hubiera primado a mediados del siglo pasado nos hubiéramos evitado el primer antecedente de una ley “antinegacionista”: el nefasto decreto ley 4161 de 1956, que sancionó con prisión la “afirmación ideológica peronista”, la “propaganda peronista” o la utilización de palabras alusivas al peronismo, la marcha peronista y los discursos de Perón y Evita.
Mucho más acá en el tiempo tuvimos otro antecedente legislativo con un tufillo “antinegacionista” como fue la ley 14.910 de la provincia de Buenos Aires, que obliga a que toda publicación o acto oficial referido al período comprendido entre el 24 de marzo de 1976 y el 9 de diciembre de 1983 utilice el término “dictadura cívico-militar” y el número “30.000″ junto a la expresión “desaparecidos”.
Esa ley fue descalificada por la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con palabras que resultan muy pertinentes al caso: “la norma aprobada podría tener un efecto inhibitorio más generalizado y afectar el derecho de la sociedad en su conjunto a recibir información y procesarla en un debate público robusto. La determinación de una verdad oficial a través de un acto legislativo clausura virtualmente la investigación, el análisis y el debate respecto a la búsqueda incesante de la verdad de lo sucedido.”
Pero más allá de la faceta jurídica, la cuestión presenta alarmantes interrogantes a la hora de llevarla a la práctica: ¿sancionamos solo el negacionismo de los crímenes cometidos por la dictadura entre 1976 y 1983 o también el de los cometidos por la Triple A durante las presidencias de Perón y Martínez, entre 1973 y 1976 (declarados de lesa humanidad por la Justicia)? ¿Sancionamos solo el negacionismo de crímenes cometidos por dictaduras nacionales o también el de los cometidos por dictaduras como la venezolana, la cubana, la nicaragüense o la rusa o por los movimientos terroristas de Medio Oriente, ostensiblemente banalizados, y a veces incluso justificados en nuestro país por los mismos dirigentes que proponen penar el negacionismo vernáculo? ¿Qué sería entonces negacionismo y qué no?
En conclusión, el riesgo de que una legislación “antinegacionista” se convierta en una herramienta de censura, persecución y autoritarismo y termine socavando la democracia es altísimo y muy peligroso.
Como dijera Noam Chomsky, “si no creemos en la libertad de expresión de quien detestamos, no creemos en ella”. O el gran George Orwell, “la libertad de expresión es decir aquello que la gente no quiere oír”.
Finalmente, no puede soslayarse la superficialidad de una propuesta que supone que la concientización sobre crímenes de lesa humanidad depende de una imposición coactiva estatal como es una ley, y no de una genuina comprensión de los hechos, lo cual constituye, paradójicamente, una fuerte banalización de éstos.
Desde nuestro humilde lugar, y tal como hicimos oponiéndonos en soledad a la ley provincial mencionada, seguiremos luchando contra toda iniciativa que ponga en riesgo el sagrado derecho a la libertad de expresión como pilar básico del sistema democrático.
Presidente Bloque “Libre”, Cámara de Diputados provincia de Buenos Aires