Orígenes de un vicio impune
Fui bautizado. Nunca entendí la razón: mi padre era ateo. Quizá haya sido mi madre que, llevada por la costumbre de su familia, me hizo bautizar. Fue el único sacramento al que me sometieron.
Sin embargo, el peronismo de 1947 a 1954 me obligó a seguir clases de religión católica en la escuela primaria. Debo ser preciso: podía elegir la clase de religión en el aula donde estaba o ir a la de moral en otro lugar de la escuela. ¿Qué hacer? Era bautizado, casi de casualidad. No sabía qué era la moral. Era una palabra que no me sonaba bien. Me quedé donde estaba.
Llevé una doble vida. En casa, mi padre me adoctrinaba en el más riguroso ateísmo o más bien en el anticlericalismo. Era lo que los italianos llaman un mangiapreti ("comecuras"). Y yo le daba la razón en todo. La palabra clave era "razón". En el colegio, la imaginería católica y el lavado de cabeza de las oraciones, la sinrazón, iban prendiendo en mí. Ejercían el poder del temor. El ángel guardián, un policía, me perseguía.
Dios que todo lo veía y todo lo sabía era el problema. Imposible ocultarle que, a veces, lo odiaba. Supuestamente las plegarias me ayudarían a alcanzar mis deseos y a protegerme de las tentaciones: esa contradicción me llevaría al infierno. Por las noches, tardaba en dormirme porque "decía mis oraciones" sin que nadie lo supiera. Eran mi amuleto. No podía parar de rezar para alejar al demonio. Lo que pedía era, en el fondo, pecado: dinero, fama como pianista o como lo que fuere, el conocimiento de un sabio que hubiera pactado con Dios (es decir, con el diablo), y también ser santo o, mejor, cardenal (me gustaban la falda acampanada y la capa flotante de forro rosa shocking de Schiaparelli). Mi principal entretenimiento era escuchar radionovelas en las que las culpas y el pecado aparecían de continuo.
Había un misterio teológico que me enloquecía: la Santísima Trinidad. La idea de Dios con un hijo, humano, pero divino, colgado en una cruz casi desnudo, posible objeto de tentación, me torturaba. Para peor, el Espíritu Santo era una paloma, un ave que me había arruinado un traje blanco de Harrods.
Otro día, la maestra dijo que había libros prohibidos por la Iglesia: estaban listados en el Index. Los alumnos le preguntamos cuáles. Tanto insistimos que nos dijo un título: Madame Bovary, que era popular en ese momento porque hacía poco (en 1947) se había estrenado la versión cinematográfica argentina. Además, habían transmitido una adaptación radioteatral. Yo la había escuchado. ¿Escucharla por radio también era un pecado?
Unos años más tarde, me atreví a preguntarle a un cura conocido qué libros había en el Index. Me respondió que eso (el Index) ya no tenía tanta importancia. Le dije que mencionara algunos títulos. Enumeró: "Toda la obra de temas amorosos de Balzac, de Alejandro Dumas padre e hijo, toda la obra de Zola". Le pregunté por los cuentos "El príncipe feliz", "El gigante egoísta" y "El niño estrella", de Oscar Wilde. Me miró con extrañeza e inquietud: "¿Por qué lees a Oscar Wilde?". "Mi padre me regaló esos cuentos." "Ah, bueno, está bien."
Sus respuestas no me habían dejado satisfecho. ¿Los tres mosqueteros era una historia amorosa? "No." -me dijo riendo-, es de aventuras". Le expliqué mi duda: "Hay algo que no entendí. D'Artagnan va a visitar a Milady de Winter, de noche. Se besan. Pasan horas y él todavía está en ese palacio. Hay una palabra que no tiene el sentido de siempre. D'Artagnan y De Winter están ?afiebrados' por la mañana. ¿Por qué les dio fiebre, si no estaban enfermos? ¿Qué fiebre?" El cura se sonrió: "Son cosas que les ocurren a un hombre y a una mujer cuando pasan la noche juntos". ¿Y mis padres?
Consideré el Index bajo mis conocimientos católicos y a la luz de Sarmiento, mi ídolo, que recomendaba leer. Si bastaba arrepentirse de un pecado para ser absuelto, deduje que, aunque no fuera ante un sacerdote, con confesarme y arrepentirme por la noche de lo leído durante el día, estaba en paz con Dios. Desde los once años, practiqué el "vicio impune", la lectura. Vendrían otros vicios, punibles.