Paisajes inventados
Una de las mayores supersticiones artísticas tiende a sugerirnos que la pintura de los paisajes es algo que el pintor toma, para decirlo casi literalmente, "del natural". Esto podrá pasar con algún artista amateur, que confía todavía en alguna posibilidad de imitación. Pero hay que hacer un gran esfuerzo, cuando nos detenemos delante de un paisaje en cuanto espacio natural, para no verlo con los ojos de los pintores. De aquí se deriva algo más: que los pintores pintaron un paisaje que no fue nunca real para ellos, ni para nadie, sino completamente imaginario.
Cuando, hacia mediados de la década de 1980, el artista argentino Juan Lecuona viajó por primera vez a Europa y tuvo el deslumbramiento por las superficies vagas de William Turner y Claude Monet (ni Turner ni Monet resisten las reproducciones en libros o láminas; se los descubre en el museo o nunca) habrá advertido también esa condición imaginaria de todo paisaje, la presunción de que el paisaje no preexiste a la pintura.
La muestra de su obra reciente que puede verse hasta el 24 de mayo en la Galería Jorge Mara-La Ruche abunda en esos paisajes completamente personales, y, en ese sentido, no podría ser más distinta de la exposición que se vio en esa misma galería hace apenas 8 años.
Lecuona no se queda quieto cuando encuentra algo, pero tampoco lo abandona. Allí donde antes había un pulso más libre, acá domina el paisaje urbano, posiblemente de San Pablo, como siempre, pero la verdad es que casi todos los paisajes urbanos tienden a confundirse unos con otros cuando se los reduce a la simple geometría del cemento, tan distinta de la geometría de la carne inocente que reviste los huesos.
¿Cuándo empezaron esos paisajes incomparables de Lecuona? Acaso con Llovía te ofrecí cortina americana, de 1990, o con Un hotelito ruidoso, de 1991. Ya estaban ahí esos edificios: siempre distintos, siempre iguales. Para quienes nacimos en una ciudad, ese paisaje urbano es un espejo interior: también nosotros somos siempre iguales y siempre diferentes porque, igual que la ciudad, cambiamos en el interior de una permanencia; una permanencia -digámoslo todo- hecha de un puro cambio doloroso.
El abuso de la palabra "minimalismo" devaluó aquello que estaba destinada a nombrar inicialmente. Sin embargo, quien recorra la muestra actual, tendrá una experiencia minimalista en el sentido más literal: una repetición distribuida episódicamente en cada trabajo que, en cierto momento, se niega a sí misma, se "desfasa" y provoca un desvío. Ese desvío no es solamente la poética del minimalismo, sino la del propio Lecuona. Las huellas estrictas del lápiz y la regla T se solapan con el accidente, con el imprevisto del óleo, que tomó una dirección impensada.
Y lo mismo pasa con el color. Hay colores en serie, colores que se repiten, eso que se llama monocromatismo. Pero a diferencia de, por ejemplo, Yves Klein (uno de los artistas monocromáticos por excelencia, que incluso "patentó" su propio azul), no hay en Lecuona dos azules iguales. Ni dos azules, ni dos rojos, ni dos verdes, ni dos grises. Todos son distintos, y por una muy buena razón: nada que ocurra en la materia está fijo, sepámoslo. No hay trazos, tampoco colores, invariables, y el artista se escapa de un color para tomar aire en el otro.
A Lecuona le gusta relacionar estos últimos trabajos con "Inutil paisagem", la canción de Tom Jobim y Aloysio de Oliveira: "Mas pra que?/ Pra que tanto céu/ Pra que tanto mar, pra que/ De que serve/ Esta onda que quebra/ E o vento da tarde/ De que serve a tarde/ Inutil paisagem". Eso: ¿para qué tanto cielo, para qué tanto mar, para qué?"
Una respuesta posible: para hacerlos de nuevo, para hacer de nuevo el mar y el cielo, aun bajo la figura de un edificio.