
Penurias, punto com, punto Bill
BILL Gates estaba realmente enfurruñado: "¿Cómo puede ser que la Justicia de mi país me trate tan mal, con lo filántropo que soy?" Por cierto, no se mostraba orgulloso de que la Justicia de su país acabara de ofrecer al mundo una cabal demostración de que es ciega y sorda a la subrepticia influencia de los poderosos. "No habría padecido este contratiempo si le hubiera hecho caso a mi asesor, Winston Douglas Peribáñez. Insistentemente me aconsejó que radicara mi empresa en la Argentina", lloriqueó Bill, apenas notificado de que había sido sentenciado por prácticas monopólicas.
Su empresa, la Microsoft, es un vasto imperio que fundó en 1975, cuando apenas tenía veinte años y descubrió que su modesta computadora le permitía concretar muchas más fantasías que su vecina Marjorie, por entonces atacada de acné y con los alambres de la ortodoncia entre los dientes. Bill es en realidad William Henry Gates III, nombre con el que se identifica en las tarjetas que suele cursar a sus amigos cuando los invita a su casa a jugar al www.scrabel.bill.com. Una revista norteamericana de negocios, Forbes, lleva a deducir que si gastara tres millones de dólares diarios, sin realizar inversión alguna, habría esfumado su fortuna no antes de que sus tataranietos lo ayudaran a apagar 134 velitas.
Los indicadores empresariales indican que la Microsoft prospera a tranco de saltamontes porque el software propicia una nueva especie de autismo erudito (el de Dustin Hoffman en Rain man) e irradia una seducción que incluso dejaría fuera de concurso a Sharon Stone, acaso porque los virus cibernéticos desatan una fiebre contagiosa y exclusivista. Si la tecla enter no infundiera tan curiosa forma de erotismo, los navegantes de Internet no arrostrarían gozosamente el riesgo de la caída del sistema y el consiguiente traumático "chateo" interrupto.
Otros aires
El asesor Peribáñez es un poco insidioso: cree que la Justicia argentina no es ciega ni sorda, que tiene vista de lince y oído de tísico, y que tradicionalmente resulta benigna con los poderosos. Pretende que algunos magistrados cajonean las denuncias que apuntan a grandes instituciones, o bien a personajes notorios de la política, sospechados de cohecho o distracción de caudales públicos. En cambio, los juristas norteamericanos no dominan esas técnicas, que soslayan la molestia de dictar sentencia y favorecen el apacible tránsito hacia la prescripción de causas.
Ahora más dispuesto a seguir los consejos de su asesor, Bill encara seriamente la idea de trasladar la sede central de la Microsoft a Buenos Aires. "Para mejor, allá podrás desarrollar un útil y didáctico programa de evasión de impuestos. Te lo juro, Bill, que me caiga muerto aquí mismo, dispondrías de millones de clientes", le susurró Peribáñez, mientras le pasaba un grueso cartapacio con minuciosa información sobre cómo funcionan las plantas que lavan dinero mediante ingeniosos procesos de centrifugado, la única industria argentina verdaderamente próspera.
"Bien, me convenciste -respondió Bill-. Por favor, llamálo a De la Rúa y preguntále si podemos hacernos cargo del gerenciamiento de los tribunales."

